lunes, 22 de agosto de 2016

Pablo Montoya, la luz literaria que rompe las hojas del almanaque


El siguiente texto aparece publicado en el libro de recopilación de ensayos de la revista Leer y Releer que hace la Biblioteca de la Universidad de Antioquia. La compilación la hace Germán Sierra. Selecciona 21 ensayos para celebrar  que desde hace 20 años (van 80 números,) la biblioteca ha editado cuadernos con ensayos que reflexionan sobre la lectura, la escritura, los libros y la biblioteca. En el libro aparecen autores como: Juan Carlos Onetti, Stefan Zweig,  Hermann Hesse,  Eugenio Montejo,  William Ospina, Jaime Alberto Vélez, entre otros. La publicación del texto “Sobre la lectura” de Pablo Montoya, cuenta con la autorización del autor, que me atendió con mucha amabilidad y calidez.  A él le doy gracias.  Att. Juan Camilo Betancur.


SOBRE LA LECTURA

Por: Pablo Montoya Campuzano
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La lectura para mí tiene una relación primordial con la mujer. Fueron mujeres quienes me enseñaron a leer. Fueron ellas las que señalaron el camino de las primeras perplejidades y previnieron los riesgos que esconde la lectura. Ese vínculo, donde lo femenino tiene connotaciones de iniciación, siempre me ha parecido significativo. Sé que no es una circunstancia única, pues son muchos los que tienen a su lado la presencia de una mujer en el conocimiento de las primeras letras. Y que ello conlleva al precepto dado por el renacentista León Bautista Alberdi: “El cuidado de los niños, y en él se debe incluir la enseñanza del alfabeto, es tarea de mujeres, de las nodrizas o de la madre”. No obstante, creo que tal situación me aleja de un modo singular de la constante masculina –escribas y sacerdotes, monjes y militares, humanistas y pedagogos- que ha marcado la historia de la lectura.
El desciframiento de las letras me lo enseñó una de mis hermanas. Fue un domingo de 1970, durante una jornada de toque de queda impuesto por el gobierno conservador de entonces. Mi hermana dice que no utilizó ninguna cartilla ni se dejó guiar por método alguno. Fue algo, en cierto modo, espontáneo. Me vio jugando por ahí y, acaso, para exorcizar el tedio que envuelve a los días festivos, me explicó cómo se unían esos signos y qué decían las palabras más elementales. Me demoro en este ambiente cotidiano, que rodea a una adolescente que se acerca a su hermano menor para sacarlo de la edénica ignorancia, porque siempre he pensado que la lectura es una especie de fisura introducida en el tiempo de la normalidad. Un acontecimiento que nos saca o nos entra a un paraje, a una dimensión, a una realidad insospechada.
Es muy posible, y así sucede en el acto del aprendizaje, que la persona que enseñe esté suspendida en una coordenada muy distinta a la que envuelve al aprendiz. Lo que para mi hermana fue quizás una actividad común y corriente, en mi caso fue como si un velo mágico se corriera. Este símil, lo sé, es recurrente. Pero no hallo otro que aproxime mejor al milagro que me visitó aquel día. Cuando empecé a leer, y empecé a encontrar en las palabras las imágenes y los rudimentarios conceptos que podía manejar, sentí que una especie de luz entraba a mi exiguo territorio existencial. Esa luz, más que borrar un determinado paraje, inauguró los perfiles de un relieve nuevo. Se produjo, en definitiva, un estado de epifanía. Ese que se da cuando la lluvia refresca una tierra ansiosa. O cuando un viento fortuito, pero en realidad a ese tipo de viento siempre lo estamos esperando, sacude una rama detenida en el sopor.
Años más tarde, siendo ya adolescente, aprendí a desentrañar las figuras con que se escribe la música. Algo de aquella emoción prístina se inmiscuyó en mis horas del descubrimiento sonoro. Pero no era lo mismo. Ya estaba solo y con un método de solfeo entre mis manos. Y a mi lado no había una voz dulce. Ni una mirada vigilante que me aconsejara. Ni una mano femenina que abriera el telón de la ignorancia para que surgiera el espectáculo de las cosas nombradas.

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Después apareció mi madre. Ella me guió en los dominios de la lectura que, intrincados y peligrosos, siempre se le presentan a un niño de curiosidad desbordante. Mi madre me tuvo a una edad avanzada, por lo que a mis ocho años tropecé con una circunstancia especial. Fiel practicante de las siestas, al entrar en los meandros de la menopausia, ella se vio visitada por la ausencia de sus sueños reparadores. Yo llegaba de la escuela y la encontraba, sentada en una vieja poltrona que había heredado de su madre, vadeando las tardes con un libro en las manos, su cabeza ya un poco cenicienta inclinada sobre las hojas. Esa imagen, a la hora de hacer inventarios del pasado, me parece una de las más estimulantes que pueda tener. Era y sigue siendo la mejor invitación al mundo de los libros. Y cuando la evoco, evoco a su vez las palabras que Pedro Abelardo le escribió a Eloísa. En ellas el teólogo francés contraponía la obsesión del hombre por la violencia, las guerras, el poder y el honor, al refinamiento femenino y a su inteligencia sutil “capaz de conversar con Dios, con el espíritu, en el reino interior del alma, en términos de una íntima amistad”.
La representación de una mujer leyendo forma parte de uno de los capítulos más atractivos de la historia de la lectura. Ese que cuenta cómo las mujeres, sobre todo a partir del siglo XVIII francés, fueron accediendo a los libros. No fue un camino muelle. Habrían de pasar muchos años, y la presencia de preceptores investidos con los valores de instituciones educativas misóginas, para que las mujeres pudieran llegar a las escuelas, a los colegios y a las universidades. Y así como detrás de la imagen sosegada de la joven lectora de Jean Honoré Fragonard, hay un tramado sociológico de la lectura que habla de una actividad que marcó las horas femeninas en las familias burguesas y aristocráticas francesas de la Ilustración, una historia donde las brumas de los fanatismos y las intolerancias religiosas empiezan a desdibujarse con las ideas de Voltaire y Rousseau que, entre otras cosas, proponían que la educación y el mundo del trabajo se abriera a la mujeres; así, tras la imagen de mi madre, leyendo en los días de mi infancia, hay aspectos que tienen que ver con la historia de la lectura en Medellín.
Tomás Carrasquilla, en Frutos de mi tierra, señala el espacio que tenían los libros en la Medellín de finales de siglo XIX. En la casa de Agustín Alzate, ese rico insoportable de última hora, no hay “nada que huela a libro, ni a impreso, ni a recado de escribir”. Parecidas a tales moradas, simétricas y pulcras pero ajenas a la lectura, fueron las viviendas de muchos adinerados antioqueños y acaso sigan siendo así las de los nuevos poderosos emergentes de ahora. En las habitaciones de los comerciantes arribistas del mundo de Carrasquilla, que hacían todo lo posible por hacerse venerables, el libro fue un objeto mal visto y casi prohibido. En Por cumbres y cañadas doña Elisa, que es una lectora rara en una ciudad de iletrados, los libros de su biblioteca huelen sencillamente a azufre. Y esa “loca de la casa”, la Magola Samudio de Grandeza, que leía de todo y a ritmo desbordado, es tildada de “bachillerona”, de “insoportable”, de “espiritista, de “libre-pensadora” y de “morfinómana”. Pero a pesar de estos casos, que son alter egos del propio Carrasquilla lector, los libros escaseaban y si aparecían en una que otra biblioteca no eran leídos por sus propietarios simuladores. Considero que la mezcla del emprendimiento casi maniático por conseguir dinero de los antioqueños con la vigilancia de su catolicismo cerril es una de las causas de esa precariedad del libro en la Medellín de antaño. Miguel Antonio Caro decía, para ejemplificar tal estado cultural, que las únicas letras que se daban en Antioquia eran las letras de cambio. Sin embargo, hubo valiosas excepciones y fueron ellas las que permitieron que en Antioquia, desde la aparición de Simón el mago de Carrasquilla, se empezara a escribir una literatura importante.
Mi madre fue educada bajo esa férula católica en la que leer resultaba peligroso para el adecuado desarrollo de una buena sociedad. Con todo, como muchas mujeres de su época, se benefició de la escuela conservadora manejada por monjas y curas que, no hay que olvidarlo, tenían como caballito de batalla el Catecismo del padre Astete. Sorteando de la mejor manera la atmósfera propiciada por este librito intolerante, mi madre leyó la poesía de José Asunción Silva, Julio Flórez y Guillermo Valencia. Leyó María de Jorge Isaacs y La vorágine de José Eustasio Rivera y se aprendió de memoria algunas rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Leyó, igualmente, los cuentos y algunas novelas de Tomás Carrasquilla. Y, a escondidas y con una especie de ansiedad contrita que hoy me parece increíble, Aura o las violetas y Flor de fango de José María Vargas Vila. Sin ningún aspaviento, pues jamás perteneció a un círculo intelectual o tertulia literaria, mi madre se consideraba una lectora respetable. Leía para formarse, para informarse y para entretenerse. Y siempre recibí de ella esa impresión donde se confabulaba con equilibrio la honorabilidad y la humildad despojadas de cualquier pretensión intelectual. En ese medio tristemente parroquial que fue la Medellín de los años treinta y cuarenta en donde, según cuentan los chismosos de la literatura, el ensayista René Uribe Ferrer era pagado por la iglesia para que recorriera las pocas librerías de la ciudad y desalojara de sus recintos los libros perniciosos, mi madre se forjó un cierto bagaje literario. Este comprendía, además de los autores colombianos citados arriba, la Biblia y una literatura hagiográfica donde se abrazaban Pablo y Agustín, Tomás de Aquino y Teresa de Jesús. 
Ella me transmitió sus lecturas con entusiasmo. Y lo hizo con una generosidad única. Era consciente de que valía la pena dedicarle un poco de tiempo a ese hijo suyo que había sido tocado, de entre una camada de once, por la invisible mano del genio lector y que ya sentía, parafraseando a Flaubert, lo indispensable que era la lectura para la vida. Fue una relación, vigilada por supuesto, como corresponde a una madre y a un hijo. Pero siempre la evoco con ternura agradecida. Yo llegaba entonces de la escuela y, al verla leyendo, me sentaba a su lado a hacer lo mismo. Eran los días en que Colcultura sacaba la colección semanal de libros que se vendían a tres pesos. Miento si digo que leí todos esos opúsculos multicolores, amparados por la imagen de un búho sapiencial, que sobrepasaron los doscientos títulos, porque mi madre decidía los que de sus ojos y sus manos podían pasar a los míos. No ignoro que ella ejerció sobre mí la censura que es, como se sabe, la inferencia de todo poder. Con su comportamiento, a pesar de su suavidad didascálica, yo comprendería más tarde la larga cadena de prohibiciones que la historia del cristianismo, en verdad la historia de todas las civilizaciones, ha tejido frente a la lectura.

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La desconfianza hacia los libros, la sospecha de que leer resulta nocivo, se remonta a tiempos antiguos. Quizás a los preceptos de los dirigentes de la Iglesia primitiva y a los santos ascetas del desierto. El cristianismo ha sido siempre una religión contradictoria con respecto a la lectura. Manifiesta, por un lado, interés por leer puesto que es una religión libresca, o al menos está regida por una serie de libros santos, y la difusión de sus dogmas se ha basado en el libro y la traducción. Pero, al mismo tiempo, se siente molesta ante la lectura porque ella está ligada inevitablemente a la rebeldía, al escepticismo y, como lo dice Voltaire en su libelo Del horrible peligro de la lectura, “disipa la ignorancia que es custodia y salvaguarda de los Estados policivos”. El cristianismo surgió, por otra parte, de un hombre que jamás escribió y que, probablemente, nunca conoció ese lujo del ocio que encierra toda biblioteca. Hasta donde se ha podido verificar, en los villorrios próximos al mar de Galilea, no existieron aposentos de semejante índole. Y si Jesús escribió lo hizo, según Juan, sobre una arena que luego habría de revolverse para que de sus signos no quedara nada. Pese a este carácter oral, que hermana a Jesús con Sócrates, con Buda y con otros maestros de la antigüedad, el cristianismo tiene en Pablo de Tarso su máximo agente publicitario. Pablo pensaba, por ejemplo, que la escritura era la mejor herramienta para persistir en el tiempo y creía en su poder retórico y alegórico. Y a ella, como lo hicieron los poetas romanos coetáneos a los orígenes del cristianismo, se aferró con la convicción de un escritor. Como dice Georges Steiner: “Pablo estaba seguro de que sus palabras, en su forma escrita, publicada y vuelta a publicar, durarían más que el bronce, continuarían sonando en los oídos y en el espíritu de los hombres cuando el mármol se hubiera convertido en polvo”.
En la historia de la lectura cristiana, por lo tanto, hay clérigos enamorados de los libros. Seguros de que ellos son la herramienta idónea para dialogar con los muertos y los mejores transmisores de la ciencia y el conocimiento. Y ahí está, verbigracia, Richard Bury, el arzobispo bonachón inglés que escribió el Philibiblion, acaso la primera defensa occidental abierta de los libros. Pero también están, y estos han sido legión, quienes han reprimido la lectura y quemado manuscritos. Con Savonarola y Pascal se comprende, desde dos perspectivas distintas, la dimensión del recelo hacia el saber libresco que encarnaban para ellos el impúdico Bocaccio y el escurridizo Montaigne. Y esta paradoja del cristianismo se pronuncia todavía más cuando aparece la imprenta en el siglo XV. Si hubo algo que espantó al poder eclesiástico y feudal, acaso más que las grandes sublevaciones campesinas del Renacimiento, fue este invento que habría de popularizar peligrosamente la lectura. Y sobre todo la lectura de la Biblia que era controlada por el poder de los vicarios de Cristo.

Mi madre, con el conocimiento que sus lecturas le daban, como buena católica letrada que era, tenía idea de tales circunstancias. Y yo, con mi deseo de leerlo todo, le ocasioné tropiezos. Tropiezos que los dos tratamos de solucionar del mejor modo. En esencia creo que hay importantes diferencias entre los lectores que ella representaba y los que yo con mis hábitos sigo representando. Por un lado, mi madre siempre fue organizada y más o menos sistemática. Era conservadora y respetuosa y ponía la moral por encima del arte. Pensaba que leer era una especie de ejercicio espiritual y que debía educar para la vida y no para la literatura. A mí, en cambio, me impulsaba la sed devoradora. Era desordenado y adúltero cuando me aproximaba a los libros. Pensaba tal vez que el espíritu o el intelecto están involucrados con la lectura, pero constataba cada instante que en ella se inmiscuye lo sensorial. Y frente a aquella relación conflictiva, no podía saberlo a mis doce años, pero no faltaba mucho tiempo para darme cuenta, prefería, en los campos del arte y la literatura, las deliciosas perdiciones suscitadas por la belleza y no los reglamentos, los manifiestos y las ordenanzas morales proclives a estrechar los ámbitos de la lectura. No quiero decir que propongo la senda ecléctica y caótica que caracterizó mi adolescencia libresca y que, en la línea del joven Rousseau, crea que la realidad se confunde con la lectura y esta con la literatura. Cada lector tiene su ritmo y su horizonte, sereno o abigarrado, de fascinaciones. Y soy consciente, en todo caso, de que la relación afectiva con los libros, con su dialéctica continua y la reciprocidad que ellos nos obligan mantener, pertenece más a la intimidad de los hombres que a cualquier otra circunstancia.

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Mi madre nunca me amenazó con hogueras. Tampoco, y estoy seguro de que sabía que en mi pequeña biblioteca de adolescente había libros de Nietzsche, Marx y Hengels al lado de novelas de Dostoyevski, Kafka y Camus, me tildó de subversivo, de intelectual o de endemoniado. Pero creo que si lo hubiera hecho no estaría del todo equivocada. Pronunció, en cambio, otra palabra: locura. Al darse cuenta de que yo con más frecuencia pasaba por alto sus recomendaciones, me dijo una vez: “si sigues leyendo así, vas a enloquecerte”. Para entonces yo estaba sumergido en la total embriaguez de los libros. Y ante las palabras de Diderot: “¿quién será el amo?, ¿el escritor o el lector?”, yo hubiera contestado sin hesitaciones: el amo soy yo, el lector.
En los libros me sentía dueño no de un tiempo sino de muchos. Era el radar, la brújula, el astrolabio. Pero también la desviación y todo aquello que propiciara la catástrofe. Me lanzaba a las páginas con el vértigo que acompaña a quienes aman los abismos. Había libros que, literalmente, me ponían la carne de gallina, me daban un vuelco al corazón, o me instalaban vacíos gratos en el estómago. Leía todo lo que caía en mis manos. Aunque más que leerlos de un tirón, sentía que habitaba y era habitado por los libros. Devoré el Antiguo Testamento, es verdad, y releí no sé cuántas veces los Evangelios. Pero no lo hacía con la devoción del religioso, sino con la avidez de quien persigue las aventuras y el desarrollo de las tramas. De las biografías de santos y de pontífices pasé rápidamente a los relatos de Julio Verne, Emilio Salgari y Robert Louis Stevenson. De niño había leído los cien tomitos de la Biblioteca Juvenil Ilustrada que me compró mi madre para calmar mi curiosidad, confiada en que por ser “juvenil” no guardaba trampas. Pero en esos libritos “inofensivos” estaban Homero, Sófocles, Dante, Cervantes, Shakespeare, Poe, Víctor Hugo y Tolstoi. No demoré entonces en leer las verdaderas obras de ellos. Y no sentía nostalgia de la abreviación ilustrada de aquella serie. Ahora, mientras el libro fuese más extenso, me sentía más contento. Y muchas veces, cuando la historia leída bajaba de intensidad o transitaba por pasajes densos, me prometía llegar hasta la última página como si se tratara de ese reto honorable que significa escalar una montaña elevada o atravesar a nado un río áspero. De hecho, de esa época me quedó la costumbre de no abandonar los libros a mitad de camino. Solo ahora que la literatura se ha vuelto el espacio de lo comercial y lo vacuo, del sensacionalismo y lo trivial he tenido que cerrar muchos libros desde el principio, no sin recordar las palabras de Wilde: “El gran vicio es la superficialidad”.
Cuando recuerdo mis lecturas de adolescente, algo de su eco me hace concluir que no ha habido para mí otra trashumancia más reveladora. Adriano, el emperador de Marguerite Yourcenar, dice que “el verdadero lugar del nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente”. En ese sentido, las primeras patrias para él fueron los libros. Pero esas patrias llevan en sí mismas una especie de movimiento. Cuando leemos viajamos en realidad. Y es así que, como el joven Adriano, yo supe muy rápido que los libros son una fascinante y desgarradora geografía del afuera. Y que en ese constante ir hacia el exterior, también aseguran un viraje que nos aproxima a nosotros mismos. Con la lectura se establece un diálogo con los otros, y ese diálogo está marcado por los equívocos y la sensatez, los desgarramientos y la plenitud, la mezquindad y lo sublime que habita la condición de los hombres. Pero también en ella nos sabemos solos. De algún modo, la lectura no es más que ese acto, acaso el más radical, del más acendrado solipsismo. O de ese monólogo interior, para utilizar un vocablo más literario, que solo habrá de finalizar en el momento en que nuestros ojos, o nuestros oídos, o nuestro tacto dejen de acceder a los libros.  

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Me sobrevino entonces una época de crisis. Fue menester, para que se diera el paso del lector al escritor, que conociese en carne propia eso que Sábato denomina los cataclismos del ser. La antigua armonía familiar se derrumbó. Un asustado escepticismo cubrió mis horas. Pánicos nocturnos me visitaron y espantaron el sueño. Hubo una desfiguración en lo más hondo de las emociones. Los monstruos y las pesadillas brotaron precipitadamente. Una enfermedad arrasadora de la piel aumentó más mi calamidad personal. El derrotero impuesto por mi familia –debía ser médico como mi padre-, se astilló en mil pedazos. En tales circunstancias el placer de leer se me trocó en miedo. Antes, y cómo añoraba ese pasado irremediablemente ido, deambulaba por los libros sin intuir las simas que se escondían en mi joven sensibilidad. Antes leía por diversión y confieso que no empleo esta palabra despectivamente. Ahora lo hacía con angustia. Recordaba aquella frase de Tolstoi que había leído en sus diarios: “Somos creyentes por desesperación”. Y buscaba en los libros una senda que me llevara al amnésico vértigo de antaño. Ese fue el tiempo, por otro lado, en que hice incursiones en los libros de autoayuda porque un psicólogo errático me los recomendó. No sé cuántos libros de esa clase leí. Solo sé que me fueron llevando a la conclusión de que eran objetos mediocres. Pues no puede haber literatura en manuales virtuosos que se editan con el propósito, más que de ayudar a la gente, de venderse como cigarrillos.
La verdad era que la conminación de mi madre se me presentó con una nitidez irrevocable. Y la locura terminó por rondar con pasos fuertes mis diecisiete años. Pascal Quignard dice en uno de sus Pequeños tratados que “quien lee corre el riesgo de perder el poco control que ejerce sobre sí mismo”. Este descontrol limita con esos inmensos potreros en los que la identidad se descarría o simplemente se encuentra en la fragmentación de la personalidad. Leer también es desprenderse de nuestro yo y ponernos tanto en el ropaje como en el alma de innumerables personajes. Somos delirantes con Hamlet, desvariamos con el Doctor Fausto, alucinamos con don Quijote, nos escindimos con Raskolnikov. Pero en la lectura se establece un pacto entre nuestra psiquis y la historia que vamos conociendo. Aceptamos, y controlamos por decirlo de alguna forma, esta esquizofrenia inevitable que supone el aprendizaje de la realidad. Pero yo, sometido a los vaivenes de mis tormentos, empecé a sentir que la lectura me hacía daño. No digo que renuncié a ella porque desde que aprendí a leer jamás lo he hecho. Solo traté de limitarla, de domesticarla, de sistematizarla. Ante mis desesperaciones cotidianas, mi madre se plantó una vez frente a mí y me señaló una posible cura. Pero antes me dijo, creo que ya lo había hecho y yo había levantado los hombros con la arrogancia de mi adolescencia, que recordara a Don Quijote. Y haciéndose eco de lo que desde los tiempos de Felipe II era una verdad insoslayable para el vasto imperio que gobernaba, mi madre sentenció que los libros de ficción embotaban el cerebro. Entre agradecido y extrañado, entendí que ella acudía a la literatura misma, ponía ante mis ojos al sublime alienado de los libros, un ser enteramente imaginario, para hacerme regresar a la senda de la cordura.
Volví a Dios y a las lecturas carismáticas por un tiempo. Como si ella fuera una Mónica y yo un Agustín ajeno a la disipación y la lascivia, mi madre se encargó por un tiempo de mi convalecencia. Le hice caso, es verdad, en casi todo. Y de esas lecturas sanadoras, que no fueron otra cosa que actividades de consuelo, me quedó el sabor remoto, como de dátil, de oliva, de un vino muy añejo, de esos grandes libros llamados Eclesiastés y Salmos. Leí también algunas confesiones y tratados morales. No había cumplido los dieciocho años, pero me sentía viejísimo y agotado. Y la verdad es que Séneca, Agustín y Tomás de Kempis se acomodaron a mis intemperancias y mis melancolías y fueron situándome en el mundo nuevamente. Recuerdo muy bien que fue Dostoyevski quien me devolvió a mis lecturas caudalosas. En la biblioteca familiar, más como un ornamento de casa de médico prestante, había una colección de las Clásicos Grolier-Jackson. Esos libros de tonos morados y grandes letras fueron también mi soporte en esos meses transitorios. Entre ellos, el dedicado a Dostoyevski me llamó una vez la atención. No exagero si digo que hubo como una señal. Algo así como un susurro. Un tono de voz oscurecido que se desprendía de aquellas solapas. Mi madre, al verme con el libro entre las manos, intervino otra vez y dijo algo que es cierto: “No leas a ese hombre. Es un espíritu atormentado”. Yo le hubiera respondido con una frase que para entonces comprendía bien: los libros verdaderos sólo nacen de las tormentas, los arrasamientos y las devastaciones de la sensibilidad. Pero guardé silencio y volví el ejemplar a la repisa. Al día siguiente, a hurtadillas, volví a tomarlo. Y los mundos anómalos de La mansa y El eterno marido me condujeron necesariamente a Crimen y castigo. Allí fue donde se produjo la certeza de que yo, pasara lo que pasara, tenía que escribir. Borges, que define tan bien las emociones que otorgan los autores esenciales, dice que el descubrimiento de Dostoyevski es como el descubrimiento del amor o como el descubrimiento del mar. Yo, con ese ruso extremo y desgarrado, descubrí mi ser de escritor.

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Mi vida no tardó mucho en dar un cambio radical. Fue como si esa secreta convicción, adquirida al lado de un libro, me diera alas en los pies y claridad en la imaginación. Empezaba a salir de la crisálida y Dostoyevski, de quien leí casi todo lo suyo en ese tiempo, fue de una ayuda inmensa. Me fortalecí tanto que me reconcilié con los libros y, por supuesto con mi madre y sus temores. Temores todos conducentes, por supuesto, a que yo perdiera la fe. Luego me fui de la casa y de Medellín. Y después me fui de Colombia, persiguiendo siempre las voces no del todo congruentes de la literatura y la música.
Con el tiempo, he concluido, los fantasmas de la lectura terminan por difuminarse. Las fantasías se tornan cada vez más escasas. Y la rebeldía es una actitud que parece estar condenada a la privacidad de los soliloquios escritos. Pero los libros siguen siendo la compañía más fiel y eficaz. Educan en la resistencia. Ayudan a que la ignorancia se mitigue. Nos protegen de la simpleza y la bobería. En el vital sentido que diariamente les doy, en creer que ellos son absolutamente necesarios, sigo a Voltaire y no a Rousseau para quien un paisaje bucólico concentra mayores verdades que las consideraciones impresas. En el fondo, como Montaigne, creo también que los libros aportan a nuestra soledad extraviada solo una ociosa y honesta delectación.
En esa actividad, en la que las piernas descansan y la energía que se consume acaso sea menor a la gastada por un atleta o un obrero, me sumerjo una vez más. Olvidándome del tiempo y de su imparable transcurrir. Separándome de mi propia muerte al saber que disecciono con obsesión la que se apretuja en las páginas que leo. Comprendiendo, con Mallarmé, que la finalidad del universo apunta a la creación de un libro supremo. Y que en esa elongación creativa están condensados las tabletas de arcilla babilónicas, los papiros y los pergaminos de Egipto y de Grecia, los códices romanos, los manuscritos que copiaron incansablemente los pacientes monjes medievales, los libros que empezaron a proliferar con el invento de Gutenberg y las páginas electrónicas de los textos de hoy. Y ese libro puede ser aquel que Dante cree ver en el Paraíso y donde Dios está concentrado, o el infinito y repetido libro que puebla el espantoso universo de Borges. Pero, igualmente, es el primero que un niño termina de leer en un rincón de su casa.
Soy ese hombre sentado que lee. Imagen epilogal de un largo proceso en el que la historia de la lectura se compendia. Con sus incendios y devastaciones, con sus prohibiciones y represiones, con sus bibliotecas nacidas del pillaje y esfumadas en similares circunstancias. Sé que detrás de esa figura apacible, sentada en un sillón con cierta languidez burguesa, que pasa las páginas de un libro, está aquel instante a partir del cual Agustín se dio cuenta de que era prodigioso leer en silencio. Y está aquel visir que viajaba siempre por el desierto con más de cuatrocientos camellos cargados con sus libros queridos. Y están las ordenanzas que por fin dieron la posibilidad para que los pobres y las mujeres de una nación, pudieran desentrañar el mensaje de las letras. Soy ese hombre que sigue inclinándose sobre las páginas, feliz y melancólico al saber que atendí la voz de los libros y no los desdeñé con altivez. Apoyándome de un lado en Aristóteles y de otro en Emerson para afirmar una vez más que la lectura es la actividad de mi soledad y de mi silencio. Y que me vuelvo, inevitablemente, multitudinario desde ella.  

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