El siguiente
texto aparece publicado en el libro de recopilación de ensayos de la revista Leer y Releer que hace la Biblioteca de
la Universidad de Antioquia. La compilación la hace Germán Sierra. Selecciona 21
ensayos para celebrar que desde hace 20 años (van 80 números,) la biblioteca ha editado cuadernos
con ensayos que reflexionan sobre la lectura, la escritura, los libros y la biblioteca.
En el libro aparecen autores como: Juan Carlos Onetti, Stefan Zweig, Hermann Hesse, Eugenio Montejo, William Ospina, Jaime Alberto Vélez,
entre otros. La publicación del texto “Sobre la lectura” de Pablo Montoya,
cuenta con la autorización del autor, que me atendió con mucha amabilidad y
calidez. A él le doy gracias. Att. Juan Camilo Betancur.
SOBRE LA LECTURA
Por:
Pablo Montoya Campuzano
1
La lectura
para mí tiene una relación primordial con la mujer. Fueron mujeres quienes me
enseñaron a leer. Fueron ellas las que señalaron el camino de las primeras
perplejidades y previnieron los riesgos que esconde la lectura. Ese vínculo,
donde lo femenino tiene connotaciones de iniciación, siempre me ha parecido
significativo. Sé que no es una circunstancia única, pues son muchos los que
tienen a su lado la presencia de una mujer en el conocimiento de las primeras
letras. Y que ello conlleva al precepto dado por el renacentista León Bautista
Alberdi: “El cuidado de los niños, y en él se debe incluir la enseñanza del
alfabeto, es tarea de mujeres, de las nodrizas o de la madre”. No obstante,
creo que tal situación me aleja de un modo singular de la constante masculina
–escribas y sacerdotes, monjes y militares, humanistas y pedagogos- que ha
marcado la historia de la lectura.
El
desciframiento de las letras me lo enseñó una de mis hermanas. Fue un domingo
de 1970, durante una jornada de toque de queda impuesto por el gobierno
conservador de entonces. Mi hermana dice que no utilizó ninguna cartilla ni se
dejó guiar por método alguno. Fue algo, en cierto modo, espontáneo. Me vio
jugando por ahí y, acaso, para exorcizar el tedio que envuelve a los días festivos,
me explicó cómo se unían esos signos y qué decían las palabras más elementales.
Me demoro en este ambiente cotidiano, que rodea a una adolescente que se acerca
a su hermano menor para sacarlo de la edénica ignorancia, porque siempre he
pensado que la lectura es una especie de fisura introducida en el tiempo de la
normalidad. Un acontecimiento que nos saca o nos entra a un paraje, a una
dimensión, a una realidad insospechada.
Es muy
posible, y así sucede en el acto del aprendizaje, que la persona que enseñe
esté suspendida en una coordenada muy distinta a la que envuelve al aprendiz.
Lo que para mi hermana fue quizás una actividad común y corriente, en mi caso
fue como si un velo mágico se corriera. Este símil, lo sé, es recurrente. Pero
no hallo otro que aproxime mejor al milagro que me visitó aquel día. Cuando
empecé a leer, y empecé a encontrar en las palabras las imágenes y los
rudimentarios conceptos que podía manejar, sentí que una especie de luz entraba
a mi exiguo territorio existencial. Esa luz, más que borrar un determinado
paraje, inauguró los perfiles de un relieve nuevo. Se produjo, en definitiva,
un estado de epifanía. Ese que se da cuando la lluvia refresca una tierra
ansiosa. O cuando un viento fortuito, pero en realidad a ese tipo de viento
siempre lo estamos esperando, sacude una rama detenida en el sopor.
Años más
tarde, siendo ya adolescente, aprendí a desentrañar las figuras con que se
escribe la música. Algo de aquella emoción prístina se inmiscuyó en mis horas
del descubrimiento sonoro. Pero no era lo mismo. Ya estaba solo y con un método
de solfeo entre mis manos. Y a mi lado no había una voz dulce. Ni una mirada
vigilante que me aconsejara. Ni una mano femenina que abriera el telón de la
ignorancia para que surgiera el espectáculo de las cosas nombradas.
2
Después
apareció mi madre. Ella me guió en los dominios de la lectura que, intrincados
y peligrosos, siempre se le presentan a un niño de curiosidad desbordante. Mi
madre me tuvo a una edad avanzada, por lo que a mis ocho años tropecé con una
circunstancia especial. Fiel practicante de las siestas, al entrar en los
meandros de la menopausia, ella se vio visitada por la ausencia de sus sueños
reparadores. Yo llegaba de la escuela y la encontraba, sentada en una vieja
poltrona que había heredado de su madre, vadeando las tardes con un libro en
las manos, su cabeza ya un poco cenicienta inclinada sobre las hojas. Esa
imagen, a la hora de hacer inventarios del pasado, me parece una de las más
estimulantes que pueda tener. Era y sigue siendo la mejor invitación al mundo
de los libros. Y cuando la evoco, evoco a su vez las palabras que Pedro
Abelardo le escribió a Eloísa. En ellas el teólogo francés contraponía la
obsesión del hombre por la violencia, las guerras, el poder y el honor, al refinamiento
femenino y a su inteligencia sutil “capaz de conversar con Dios, con el
espíritu, en el reino interior del alma, en términos de una íntima amistad”.
La
representación de una mujer leyendo forma parte de uno de los capítulos más
atractivos de la historia de la lectura. Ese que cuenta cómo las mujeres, sobre
todo a partir del siglo XVIII francés, fueron accediendo a los libros. No fue
un camino muelle. Habrían de pasar muchos años, y la presencia de preceptores
investidos con los valores de instituciones educativas misóginas, para que las
mujeres pudieran llegar a las escuelas, a los colegios y a las universidades. Y
así como detrás de la imagen sosegada de la joven lectora de Jean Honoré
Fragonard, hay un tramado sociológico de la lectura que habla de una actividad
que marcó las horas femeninas en las familias burguesas y aristocráticas
francesas de la Ilustración, una historia donde las brumas de los fanatismos y
las intolerancias religiosas empiezan a desdibujarse con las ideas de Voltaire
y Rousseau que, entre otras cosas, proponían que la educación y el mundo del
trabajo se abriera a la mujeres; así, tras la imagen de mi madre, leyendo en
los días de mi infancia, hay aspectos que tienen que ver con la historia de la
lectura en Medellín.
Tomás Carrasquilla,
en Frutos de mi tierra, señala el
espacio que tenían los libros en la Medellín de finales de siglo XIX. En la
casa de Agustín Alzate, ese rico insoportable de última hora, no hay “nada que
huela a libro, ni a impreso, ni a recado de escribir”. Parecidas a tales
moradas, simétricas y pulcras pero ajenas a la lectura, fueron las viviendas de
muchos adinerados antioqueños y acaso sigan siendo así las de los nuevos
poderosos emergentes de ahora. En las habitaciones de los comerciantes
arribistas del mundo de Carrasquilla, que hacían todo lo posible por hacerse
venerables, el libro fue un objeto mal visto y casi prohibido. En Por cumbres y cañadas doña Elisa, que es
una lectora rara en una ciudad de iletrados, los libros de su biblioteca huelen
sencillamente a azufre. Y esa “loca de la casa”, la Magola Samudio de Grandeza, que leía de todo y a ritmo
desbordado, es tildada de “bachillerona”, de “insoportable”, de “espiritista,
de “libre-pensadora” y de “morfinómana”. Pero a pesar de estos casos, que son
alter egos del propio Carrasquilla lector, los libros escaseaban y si aparecían
en una que otra biblioteca no eran leídos por sus propietarios simuladores.
Considero que la mezcla del emprendimiento casi maniático por conseguir dinero
de los antioqueños con la vigilancia de su catolicismo cerril es una de las
causas de esa precariedad del libro en la Medellín de antaño. Miguel Antonio
Caro decía, para ejemplificar tal estado cultural, que las únicas letras que se
daban en Antioquia eran las letras de cambio. Sin embargo, hubo valiosas
excepciones y fueron ellas las que permitieron que en Antioquia, desde la
aparición de Simón el mago de
Carrasquilla, se empezara a escribir una literatura importante.
Mi madre fue
educada bajo esa férula católica en la que leer resultaba peligroso para el
adecuado desarrollo de una buena sociedad. Con todo, como muchas mujeres de su
época, se benefició de la escuela conservadora manejada por monjas y curas que,
no hay que olvidarlo, tenían como caballito de batalla el Catecismo del padre Astete. Sorteando de la mejor manera la
atmósfera propiciada por este librito intolerante, mi madre leyó la poesía de
José Asunción Silva, Julio Flórez y Guillermo Valencia. Leyó María de Jorge Isaacs y La vorágine de José Eustasio Rivera y se
aprendió de memoria algunas rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Leyó, igualmente,
los cuentos y algunas novelas de
Tomás Carrasquilla. Y, a escondidas y con una especie de ansiedad contrita que
hoy me parece increíble, Aura o las
violetas y Flor de fango de José
María Vargas Vila. Sin ningún aspaviento, pues jamás perteneció a un círculo
intelectual o tertulia literaria, mi madre se consideraba una lectora
respetable. Leía para formarse, para informarse y para entretenerse. Y siempre
recibí de ella esa impresión donde se confabulaba con equilibrio la
honorabilidad y la humildad despojadas de cualquier pretensión intelectual. En
ese medio tristemente parroquial que fue la Medellín de los años treinta y
cuarenta en donde, según cuentan los chismosos de la literatura, el ensayista
René Uribe Ferrer era pagado por la iglesia para que recorriera las pocas
librerías de la ciudad y desalojara de sus recintos los libros perniciosos, mi
madre se forjó un cierto bagaje literario. Este comprendía, además de los
autores colombianos citados arriba, la Biblia
y una literatura hagiográfica donde se abrazaban Pablo y Agustín, Tomás de
Aquino y Teresa de Jesús.
Ella me
transmitió sus lecturas con entusiasmo. Y lo hizo con una generosidad única.
Era consciente de que valía la pena dedicarle un poco de tiempo a ese hijo suyo
que había sido tocado, de entre una camada de once, por la invisible mano del
genio lector y que ya sentía, parafraseando a Flaubert, lo indispensable que
era la lectura para la vida. Fue una relación, vigilada por supuesto, como
corresponde a una madre y a un hijo. Pero siempre la evoco con ternura
agradecida. Yo llegaba entonces de la escuela y, al verla leyendo, me sentaba a
su lado a hacer lo mismo. Eran los días en que Colcultura sacaba la colección
semanal de libros que se vendían a tres pesos. Miento si digo que leí todos
esos opúsculos multicolores, amparados por la imagen de un búho sapiencial, que
sobrepasaron los doscientos títulos, porque mi madre decidía los que de sus
ojos y sus manos podían pasar a los míos. No ignoro que ella ejerció sobre mí
la censura que es, como se sabe, la inferencia de todo poder. Con su
comportamiento, a pesar de su suavidad didascálica, yo comprendería más tarde
la larga cadena de prohibiciones que la historia del cristianismo, en verdad la
historia de todas las civilizaciones, ha tejido frente a la lectura.
3
La
desconfianza hacia los libros, la sospecha de que leer resulta nocivo, se
remonta a tiempos antiguos. Quizás a los preceptos de los dirigentes de la
Iglesia primitiva y a los santos ascetas del desierto. El cristianismo ha sido
siempre una religión contradictoria con respecto a la lectura. Manifiesta, por
un lado, interés por leer puesto que es una religión libresca, o al menos está
regida por una serie de libros santos, y la difusión de sus dogmas se ha basado
en el libro y la traducción. Pero, al mismo tiempo, se siente molesta ante la
lectura porque ella está ligada inevitablemente a la rebeldía, al escepticismo
y, como lo dice Voltaire en su libelo Del
horrible peligro de la lectura, “disipa la ignorancia que es custodia y
salvaguarda de los Estados policivos”. El cristianismo surgió, por otra parte,
de un hombre que jamás escribió y que, probablemente, nunca conoció ese lujo
del ocio que encierra toda biblioteca. Hasta donde se ha podido verificar, en
los villorrios próximos al mar de Galilea, no existieron aposentos de semejante
índole. Y si Jesús escribió lo hizo, según Juan, sobre una arena que luego
habría de revolverse para que de sus signos no quedara nada. Pese a este
carácter oral, que hermana a Jesús con Sócrates, con Buda y con otros maestros
de la antigüedad, el cristianismo tiene en Pablo de Tarso su máximo agente
publicitario. Pablo pensaba, por ejemplo, que la escritura era la mejor
herramienta para persistir en el tiempo y creía en su poder retórico y
alegórico. Y a ella, como lo hicieron los poetas romanos coetáneos a los
orígenes del cristianismo, se aferró con la convicción de un escritor. Como
dice Georges Steiner: “Pablo estaba seguro de que sus palabras, en su forma
escrita, publicada y vuelta a publicar, durarían más que el bronce,
continuarían sonando en los oídos y en el espíritu de los hombres cuando el
mármol se hubiera convertido en polvo”.
En la
historia de la lectura cristiana, por lo tanto, hay clérigos enamorados de los
libros. Seguros de que ellos son la herramienta idónea para dialogar con los
muertos y los mejores transmisores de la ciencia y el conocimiento. Y ahí está,
verbigracia, Richard Bury, el arzobispo bonachón inglés que escribió el Philibiblion, acaso la primera defensa
occidental abierta de los libros. Pero también están, y estos han sido legión,
quienes han reprimido la lectura y quemado manuscritos. Con Savonarola y Pascal
se comprende, desde dos perspectivas distintas, la dimensión del recelo hacia
el saber libresco que encarnaban para ellos el impúdico Bocaccio y el
escurridizo Montaigne. Y esta paradoja del cristianismo se pronuncia todavía
más cuando aparece la imprenta en el siglo XV. Si hubo algo que espantó al
poder eclesiástico y feudal, acaso más que las grandes sublevaciones campesinas
del Renacimiento, fue este invento que habría de popularizar peligrosamente la
lectura. Y sobre todo la lectura de la Biblia
que era controlada por el poder de los vicarios de Cristo.
Mi madre,
con el conocimiento que sus lecturas le daban, como buena católica letrada que
era, tenía idea de tales circunstancias. Y yo, con mi deseo de leerlo todo, le
ocasioné tropiezos. Tropiezos que los dos tratamos de solucionar del mejor
modo. En esencia creo que hay importantes diferencias entre los lectores que
ella representaba y los que yo con mis hábitos sigo representando. Por un lado,
mi madre siempre fue organizada y más o menos sistemática. Era conservadora y
respetuosa y ponía la moral por encima del arte. Pensaba que leer era una
especie de ejercicio espiritual y que debía educar para la vida y no para la
literatura. A mí, en cambio, me impulsaba la sed devoradora. Era desordenado y
adúltero cuando me aproximaba a los libros. Pensaba tal vez que el espíritu o
el intelecto están involucrados con la lectura, pero constataba cada instante
que en ella se inmiscuye lo sensorial. Y frente a aquella relación conflictiva,
no podía saberlo a mis doce años, pero no faltaba mucho tiempo para darme
cuenta, prefería, en los campos del arte y la literatura, las deliciosas
perdiciones suscitadas por la belleza y no los reglamentos, los manifiestos y
las ordenanzas morales proclives a estrechar los ámbitos de la lectura. No
quiero decir que propongo la senda ecléctica y caótica que caracterizó mi
adolescencia libresca y que, en la línea del joven Rousseau, crea que la
realidad se confunde con la lectura y esta con la literatura. Cada lector tiene
su ritmo y su horizonte, sereno o abigarrado, de fascinaciones. Y soy
consciente, en todo caso, de que la relación afectiva con los libros, con su
dialéctica continua y la reciprocidad que ellos nos obligan mantener, pertenece
más a la intimidad de los hombres que a cualquier otra circunstancia.
4
Mi madre
nunca me amenazó con hogueras. Tampoco, y estoy seguro de que sabía que en mi
pequeña biblioteca de adolescente había libros de Nietzsche, Marx y Hengels al
lado de novelas de Dostoyevski, Kafka y Camus, me tildó de subversivo, de
intelectual o de endemoniado. Pero creo que si lo hubiera hecho no estaría del
todo equivocada. Pronunció, en cambio, otra palabra: locura. Al darse cuenta de
que yo con más frecuencia pasaba por alto sus recomendaciones, me dijo una vez:
“si sigues leyendo así, vas a enloquecerte”. Para entonces yo estaba sumergido
en la total embriaguez de los libros. Y ante las palabras de Diderot: “¿quién
será el amo?, ¿el escritor o el lector?”, yo hubiera contestado sin
hesitaciones: el amo soy yo, el lector.
En los
libros me sentía dueño no de un tiempo sino de muchos. Era el radar, la
brújula, el astrolabio. Pero también la desviación y todo aquello que
propiciara la catástrofe. Me lanzaba a las páginas con el vértigo que acompaña
a quienes aman los abismos. Había libros que, literalmente, me ponían la carne
de gallina, me daban un vuelco al corazón, o me instalaban vacíos gratos en el
estómago. Leía todo lo que caía en mis manos. Aunque más que leerlos de un
tirón, sentía que habitaba y era habitado por los libros. Devoré el Antiguo
Testamento, es verdad, y releí no sé cuántas veces los Evangelios. Pero no lo
hacía con la devoción del religioso, sino con la avidez de quien persigue las
aventuras y el desarrollo de las tramas. De las biografías de santos y de
pontífices pasé rápidamente a los relatos de Julio Verne, Emilio Salgari y
Robert Louis Stevenson. De niño había leído los cien tomitos de la Biblioteca
Juvenil Ilustrada que me compró mi madre para calmar mi curiosidad, confiada en
que por ser “juvenil” no guardaba trampas. Pero en esos libritos “inofensivos”
estaban Homero, Sófocles, Dante, Cervantes, Shakespeare, Poe, Víctor Hugo y
Tolstoi. No demoré entonces en leer las verdaderas obras de ellos. Y no sentía
nostalgia de la abreviación ilustrada de aquella serie. Ahora, mientras el
libro fuese más extenso, me sentía más contento. Y muchas veces, cuando la
historia leída bajaba de intensidad o transitaba por pasajes densos, me prometía
llegar hasta la última página como si se tratara de ese reto honorable que
significa escalar una montaña elevada o atravesar a nado un río áspero. De
hecho, de esa época me quedó la costumbre de no abandonar los libros a mitad de
camino. Solo ahora que la literatura se ha vuelto el espacio de lo comercial y
lo vacuo, del sensacionalismo y lo trivial he tenido que cerrar muchos libros
desde el principio, no sin recordar las palabras de Wilde: “El gran vicio es la
superficialidad”.
Cuando
recuerdo mis lecturas de adolescente, algo de su eco me hace concluir que no ha
habido para mí otra trashumancia más reveladora. Adriano, el emperador de
Marguerite Yourcenar, dice que “el verdadero lugar del nacimiento es aquel
donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente”. En ese sentido,
las primeras patrias para él fueron los libros. Pero esas patrias llevan en sí
mismas una especie de movimiento. Cuando leemos viajamos en realidad. Y es así
que, como el joven Adriano, yo supe muy rápido que los libros son una
fascinante y desgarradora geografía del afuera. Y que en ese constante ir hacia
el exterior, también aseguran un viraje que nos aproxima a nosotros mismos. Con
la lectura se establece un diálogo con los otros, y ese diálogo está marcado
por los equívocos y la sensatez, los desgarramientos y la plenitud, la
mezquindad y lo sublime que habita la condición de los hombres. Pero también en
ella nos sabemos solos. De algún modo, la lectura no es más que ese acto, acaso
el más radical, del más acendrado solipsismo. O de ese monólogo interior, para
utilizar un vocablo más literario, que solo habrá de finalizar en el momento en
que nuestros ojos, o nuestros oídos, o nuestro tacto dejen de acceder a los
libros.
5
Me sobrevino
entonces una época de crisis. Fue menester, para que se diera el paso del
lector al escritor, que conociese en carne propia eso que Sábato denomina los
cataclismos del ser. La antigua armonía familiar se derrumbó. Un asustado
escepticismo cubrió mis horas. Pánicos nocturnos me visitaron y espantaron el
sueño. Hubo una desfiguración en lo más hondo de las emociones. Los monstruos y
las pesadillas brotaron precipitadamente. Una enfermedad arrasadora de la piel
aumentó más mi calamidad personal. El derrotero impuesto por mi familia –debía
ser médico como mi padre-, se astilló en mil pedazos. En tales circunstancias
el placer de leer se me trocó en miedo. Antes, y cómo añoraba ese pasado
irremediablemente ido, deambulaba por los libros sin intuir las simas que se
escondían en mi joven sensibilidad. Antes leía por diversión y confieso que no
empleo esta palabra despectivamente. Ahora lo hacía con angustia. Recordaba
aquella frase de Tolstoi que había leído en sus diarios: “Somos creyentes por
desesperación”. Y buscaba en los libros una senda que me llevara al amnésico
vértigo de antaño. Ese fue el tiempo, por otro lado, en que hice incursiones en
los libros de autoayuda porque un psicólogo errático me los recomendó. No sé
cuántos libros de esa clase leí. Solo sé que me fueron llevando a la conclusión
de que eran objetos mediocres. Pues no puede haber literatura en manuales
virtuosos que se editan con el propósito, más que de ayudar a la gente, de
venderse como cigarrillos.
La verdad
era que la conminación de mi madre se me presentó con una nitidez irrevocable.
Y la locura terminó por rondar con pasos fuertes mis diecisiete años. Pascal
Quignard dice en uno de sus Pequeños
tratados que “quien lee corre el riesgo de perder el poco control que
ejerce sobre sí mismo”. Este descontrol limita con esos inmensos potreros en
los que la identidad se descarría o simplemente se encuentra en la
fragmentación de la personalidad. Leer también es desprenderse de nuestro yo y
ponernos tanto en el ropaje como en el alma de innumerables personajes. Somos
delirantes con Hamlet, desvariamos con el Doctor Fausto, alucinamos con don
Quijote, nos escindimos con Raskolnikov. Pero en la lectura se establece un
pacto entre nuestra psiquis y la historia que vamos conociendo. Aceptamos, y
controlamos por decirlo de alguna forma, esta esquizofrenia inevitable que
supone el aprendizaje de la realidad. Pero yo, sometido a los vaivenes de mis
tormentos, empecé a sentir que la lectura me hacía daño. No digo que renuncié a
ella porque desde que aprendí a leer jamás lo he hecho. Solo traté de
limitarla, de domesticarla, de sistematizarla. Ante mis desesperaciones
cotidianas, mi madre se plantó una vez frente a mí y me señaló una posible
cura. Pero antes me dijo, creo que ya lo había hecho y yo había levantado los
hombros con la arrogancia de mi adolescencia, que recordara a Don Quijote. Y
haciéndose eco de lo que desde los tiempos de Felipe II era una verdad
insoslayable para el vasto imperio que gobernaba, mi madre sentenció que los
libros de ficción embotaban el cerebro. Entre agradecido y extrañado, entendí
que ella acudía a la literatura misma, ponía ante mis ojos al sublime alienado
de los libros, un ser enteramente imaginario, para hacerme regresar a la senda
de la cordura.
Volví a Dios
y a las lecturas carismáticas por un tiempo. Como si ella fuera una Mónica y yo
un Agustín ajeno a la disipación y la lascivia, mi madre se encargó por un
tiempo de mi convalecencia. Le hice caso, es verdad, en casi todo. Y de esas
lecturas sanadoras, que no fueron otra cosa que actividades de consuelo, me
quedó el sabor remoto, como de dátil, de oliva, de un vino muy añejo, de esos
grandes libros llamados Eclesiastés y
Salmos. Leí también algunas
confesiones y tratados morales. No había cumplido los dieciocho años, pero me
sentía viejísimo y agotado. Y la verdad es que Séneca, Agustín y Tomás de
Kempis se acomodaron a mis intemperancias y mis melancolías y fueron situándome
en el mundo nuevamente. Recuerdo muy bien que fue Dostoyevski quien me devolvió
a mis lecturas caudalosas. En la biblioteca familiar, más como un ornamento de
casa de médico prestante, había una colección de las Clásicos Grolier-Jackson.
Esos libros de tonos morados y grandes letras fueron también mi soporte en esos
meses transitorios. Entre ellos, el dedicado a Dostoyevski me llamó una vez la
atención. No exagero si digo que hubo como una señal. Algo así como un susurro.
Un tono de voz oscurecido que se desprendía de aquellas solapas. Mi madre, al
verme con el libro entre las manos, intervino otra vez y dijo algo que es
cierto: “No leas a ese hombre. Es un espíritu atormentado”. Yo le hubiera
respondido con una frase que para entonces comprendía bien: los libros
verdaderos sólo nacen de las tormentas, los arrasamientos y las devastaciones
de la sensibilidad. Pero guardé silencio y volví el ejemplar a la repisa. Al
día siguiente, a hurtadillas, volví a tomarlo. Y los mundos anómalos de La mansa y El eterno marido me condujeron necesariamente a Crimen y castigo. Allí fue donde se
produjo la certeza de que yo, pasara lo que pasara, tenía que escribir. Borges,
que define tan bien las emociones que otorgan los autores esenciales, dice que
el descubrimiento de Dostoyevski es como el descubrimiento del amor o como el
descubrimiento del mar. Yo, con ese ruso extremo y desgarrado, descubrí mi ser
de escritor.
6
Mi vida no
tardó mucho en dar un cambio radical. Fue como si esa secreta convicción,
adquirida al lado de un libro, me diera alas en los pies y claridad en la
imaginación. Empezaba a salir de la crisálida y Dostoyevski, de quien leí casi
todo lo suyo en ese tiempo, fue de una ayuda inmensa. Me fortalecí tanto que me
reconcilié con los libros y, por supuesto con mi madre y sus temores. Temores
todos conducentes, por supuesto, a que yo perdiera la fe. Luego me fui de la
casa y de Medellín. Y después me fui de Colombia, persiguiendo siempre las
voces no del todo congruentes de la literatura y la música.
Con el
tiempo, he concluido, los fantasmas de la lectura terminan por difuminarse. Las
fantasías se tornan cada vez más escasas. Y la rebeldía es una actitud que
parece estar condenada a la privacidad de los soliloquios escritos. Pero los
libros siguen siendo la compañía más fiel y eficaz. Educan en la resistencia.
Ayudan a que la ignorancia se mitigue. Nos protegen de la simpleza y la
bobería. En el vital sentido que diariamente les doy, en creer que ellos son
absolutamente necesarios, sigo a Voltaire y no a Rousseau para quien un paisaje
bucólico concentra mayores verdades que las consideraciones impresas. En el fondo,
como Montaigne, creo también que los libros aportan a nuestra soledad
extraviada solo una ociosa y honesta delectación.
En esa
actividad, en la que las piernas descansan y la energía que se consume acaso
sea menor a la gastada por un atleta o un obrero, me sumerjo una vez más.
Olvidándome del tiempo y de su imparable transcurrir. Separándome de mi propia
muerte al saber que disecciono con obsesión la que se apretuja en las páginas
que leo. Comprendiendo, con Mallarmé, que la finalidad del universo apunta a la
creación de un libro supremo. Y que en esa elongación creativa están
condensados las tabletas de arcilla babilónicas, los papiros y los pergaminos
de Egipto y de Grecia, los códices romanos, los manuscritos que copiaron
incansablemente los pacientes monjes medievales, los libros que empezaron a
proliferar con el invento de Gutenberg y las páginas electrónicas de los textos
de hoy. Y ese libro puede ser aquel que Dante cree ver en el Paraíso y donde
Dios está concentrado, o el infinito y repetido libro que puebla el espantoso
universo de Borges. Pero, igualmente, es el primero que un niño termina de leer
en un rincón de su casa.
Soy ese
hombre sentado que lee. Imagen epilogal de un largo proceso en el que la
historia de la lectura se compendia. Con sus incendios y devastaciones, con sus
prohibiciones y represiones, con sus bibliotecas nacidas del pillaje y
esfumadas en similares circunstancias. Sé que detrás de esa figura apacible,
sentada en un sillón con cierta languidez burguesa, que pasa las páginas de un
libro, está aquel instante a partir del cual Agustín se dio cuenta de que era
prodigioso leer en silencio. Y está aquel visir que viajaba siempre por el
desierto con más de cuatrocientos camellos cargados con sus libros queridos. Y
están las ordenanzas que por fin dieron la posibilidad para que los pobres y
las mujeres de una nación, pudieran desentrañar el mensaje de las letras. Soy
ese hombre que sigue inclinándose sobre las páginas, feliz y melancólico al
saber que atendí la voz de los libros y no los desdeñé con altivez. Apoyándome
de un lado en Aristóteles y de otro en Emerson para afirmar una vez más que la
lectura es la actividad de mi soledad y de mi silencio. Y que me vuelvo,
inevitablemente, multitudinario desde ella.
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