La sociedad de los muchachos invisibles es la primera novela de Juan Camilo Betancur. El texto está ilustrado por Tobías Arboleda, que logra darle, con sus trazos, un atractivo singular a la obra. Es un texto que lo narra un personaje cercano a los cincuenta años y cuenta sus peripecias en la adolescencia. Desde esta edad puede reflexionar con más herramientas lingüísticas sobre su dificultad de encontrar su lugar en el mundo. Este hecho, lo llevó a sentirse que no era tomado en cuenta. Por lo tanto, funda una sociedad de chicos incomprendidos dispuestos a ajustar cuentas con la realidad que habitan.
Esta novela se publica gracias a la Convocatoria Pública en Cultura y Patrimonio 2016 otorgada por el Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia.
Esta novela se publica gracias a la Convocatoria Pública en Cultura y Patrimonio 2016 otorgada por el Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia.
El lanzamiento se hará el próximo 7 de diciembre a las 4.00 pm en el auditorio de la Biblioteca Pública Municipal de Girardota.
A continuación, el capítulo cinco de la novela. Esperamos lo disfruten.
5
Hay imágenes que uno ve continuamente y con los años logra darles un sentido. Es como si viera de nuevo lo mismo. Por ejemplo, de joven, las veces que me quedaba en el jardín, observé este episodio: una abeja pasaba por una flor y luego partía. Como si entre ambas hubiese un acuerdo, un equilibrio. Algo así sucede con el amor. Las personas se encuentran para compartir un tiempo determinado. Así como la abeja se traslada a otra flor, uno encuentra otra persona. Sin embargo, en la juventud uno no entiende esas cosas. A esa edad el amor, o lo que se cree que es, es una sensación corporal que se conoce cuando se experimenta. Y yo deseaba en lo más profundo encontrar esa compañera que me ayudara a entender las ganas incontrolables de poder entrar en el misterio que esconde la ropa interior; y más me ensoñaba en el roce de la piel, en el beso prolongado, en la caricia lenta… Entre tanto, lo que proyectaba en mi imaginación eran ensoñaciones que no dialogaban con la realidad. A esa edad, la fuerza misteriosa del deseo te asalta y te precipita y te hace creer que la urgencia de piel es un sentimiento incontenible. Como no hay una experiencia corpórea que ayude a diferenciar el deseo del amor crees que el frenesí es elevado y profundo. Entonces empiezas a contradecirte sin importar lo que suceda porque vas como un cohete tras una ilusión, tras un espejismo. Por esos días había llegado al pueblo una mujer hermosa e inalcanzable para mis atributos. Ella vivía en las afueras. Su casa estaba ubicada al frente de una montaña, rodeada por un cafetal. La primera vez que la vi ella iba con un vestido y unas gafas oscuras. Al verla todo se paralizó porque ella era el movimiento. Su figura era un espectáculo. Su cuerpo se balanceaba de un lado a otro con movimientos serpenteantes. Por donde pasaba, como si tuviera una fuerza magnética, los hombres la miraban. Empecé a seguirla con cierta distancia. Conocía un camino que llevaba a un lugar estratégico en la montaña, entre los cultivos de café. Cierta vez vi a varios chicos merodeando, entre ellos, Ramiro. Me acerqué. Dejé la bici escondida. Conocía el terreno como la palma de mi mano. Se me ocurrió la idea de un fantasma. Cuidadosamente me quité la camiseta blanca y la amarré en un extremo de una vara de unos dos metros de larga. Introduje otras varitas más delgadas por las mangas de la camisa y las amarré. Después recolecté un buen arsenal de piedras que apilé en lugares estratégicos. Alcé la vara con la camisa y la sostuve de la horqueta de un árbol. Esperé a que Ramiro y sus amigos estuvieran cerca. A los minutos un chico que no conocía se detuvo en su bici y al instante gritó. Los seis muchachos se detuvieron. Con una piedra en la mano apunté a una de las bicis. El proyectil se estrelló contra una de las llantas. Ellos gritaron al ver un ser extraño moverse. Corrí tras ellos, por entre el cafetal, tirándoles piedras y con dolor de estómago de reírme. Esperé a que estuvieran lejos para buscar la bici y pasé tranquilo y victorioso por la casa de la vecina.
Durante días la vigilé hasta que una tarde, un hombre, el dueño de un billar, llegó a su casa y la saludó besándola en la boca. Entraron. A los veinte minutos salió el hombre arreglándose la cremallera y se fue. A los días volvió otro hombre distinto y sucedió lo mismo. No entendía lo que pasaba, pero sentía que ninguno la quería como yo por lo que decidí tomar cartas en el asunto. Una tarde, cuando volvía el dueño del billar, repetí lo del fantasma. Pese a todo, el hombre sacó un machete y buscó el espanto. Corrí cafetal arriba. Cuando creí que me iba alcanzar tropecé y caí en un hueco. Me llevé las manos a la boca para evitar que escuchara mi respiración. El hombre pasó cerca maldiciendo. Cuando se fue, a los minutos, salí afligido del agujero.
Una mañana ideé un plan para llegar hasta ella y confesarle mi amor. Así, los otros hombres la dejarían en paz. La clave estaba en el semen. En el baño me eché jabón en el miembro. Me estregué… Quedé limpio y sin deseo. El líquido quedó en la palma de la mano. Lo miré. Lo volví a mirar. Mi deseo olía a eucalipto y almidón. Consideré que así como las flores huelen nosotros también tenemos aroma. Como las flores trasmiten en su olor tranquilidad y armonía yo podría trasmitir amor y deseo. No sentí descabellado acudir a mi fragancia. Pensé: “En mi olor, sin necesidad de palabras, quedan mis intenciones y la vecina, sin darse cuenta, las absorbe. Entonces mi aroma va directo a su cerebro donde mi deseo se mezcla con sus pensamientos y de golpe me ve más atractivo”. De esta forma, la vecina sabría el motivo de la visita. Mientras imaginaba lo que podría suceder me eché una gotita del líquido detrás de la oreja, en el cuello, en la coyuntura del brazo y el antebrazo. Salí del baño y silbando me peiné, me vestí y me despedí de mamá. Monté en la bici. Dejé mi vehículo estacionado en el corredor de su casa. Ella estaba lavando ropa en un tanque que tenía a un extremo una superficie plana, roñosa, en la que estregaba cada prenda enjabonada. Al verme sonrió y siguió en su tarea. Su cuerpo se insinuaba bajo el vestido. Su piel se veía un poco más oscura con el reflejo del sol. Sus omoplatos danzaban al ritmo del sonido de sus manos al estregar la ropa. Sus caderas, anchas, se balanceaban lentamente…
―Hola, hasta que te animas a entrar. Dime, en que puedo ayudarte ―dijo sin mirarme, pero me asusté porque no sabía qué decir.
―Ehhh… es que-que yo… ehhh… vine a sal-salvarla de todos esos hombres...
― ¿Cuáles hombres?
―Los que-que te visitan.
―Ah… entiendo… de modo que has estado observándome. Eres un chico malo. Y no te preocupes que esos hombres, como los llamas, no me molestan. Ellos, como tú necesitan, quién los reprenda ―afirmó mientras colgaba la camisa que enjuagaba de un alambre y se sentaba a mi lado.
―Entonces ellos no… la mo-molestan.
―Ahora, dime, ¿cómo pensabas defenderme? ―expresó cerca de mi oído. Sus palabras dulces como terroncitos de azúcar en los tímpanos.
―Bueno, creo que te defende-dería siendo tu novio ―repuse con voz temblorosa y con un ardor en el estómago.
―No creo que tu mamá esté de acuerdo con que me visites. Deberías estar con mami y no aquí buscando lo que no se te ha perdido. Ahora dime, cómo te llamas ―respondió mientras pasaba su lengua por mi oreja.
―Florentino… ―sentí su aliento y de inmediato tomé una de sus manos y la llevé entre mis piernas. Ella apretó con tanta fuerza que grité: ¡Basta! Con los ojos encharcados tomé la bici y marché. Llegué a mi cuarto y me encerré a mirar el techo. Al rato llegó la vecina y habló con mi madre:
―Florentino abre la puerta que necesito hablar contigo ―dijo varias veces mamá. Cuando salí la vecina me miraba con una sonrisa infantil y maliciosa. Esperaba que me disculpara. Argumenté que no la había ofendido. Por tanto mi madre se enojó y me ordenó volver a la habitación. También estaba molesta porque la mamá de Ramiro le había dicho que yo lastimé a su hijo. Estuve llorando un rato. Aproveché un descuido de mamá y salí de casa imaginando que me largaba para siempre. Caminé hasta una manga y subí a un naranjo. Tomé una naranja y con los dedos le quité la cáscara. El sumo bajó por mi antebrazo. Deseé irme de la casa porque mamá no entendía que eran inevitables esas ganas del cuerpo de la mujer. De poder manejarlo no me sentiría tan solo. Estaba solo. Nadie podía entenderme. Mi soledad dolía. Era como una enfermedad incurable, un tipo de cáncer para el cual no existía medicina. Cuando me calmé y volví, mamá estaba sentada en la sala, frente a una veladora. Me dijo que me hiciera al lado de ella. Después tomó una de mis manos. Preguntó qué me pasaba. Estuve callado. Habló de Dios y respondí que él no me escuchaba. Pues se había llevado al abuelo, había confundido a mi padre y a mí me impedía acercarme a cualquier mujer. Mi madre se ofendió y volvió a enviarme al cuarto.
Entré a la habitación y cerré la puerta. Me cubrí con las cobijas hasta la cabeza y de tantas cosas que imaginé para escaparme de la casa me fui quedando dormido.
A la mañana siguiente, en el colegio, Jairo me acompañó a la casa de la susodicha. Observamos un rato. Jairo se acercó con sigilo hasta la puerta. De su bolsillo extrajo una navaja y un alambre. Los introdujo en la chapa y abrió sin dificultad. Vi una cama y sobre la baranda unas tangas azules. Jairo sonrió y las guardó en uno de sus bolsillos. Luego revisó en la mesa de noche. En ese momento sentimos ruidos. Empecé a temblar. Jairo me indicó que lo siguiera. La mujer abrió la puerta de la cocina. Aprovechamos para escapar. Llegamos a un arroyo y Jairo me entregó las tangas.
―¿Qué hago con-con ellas?
―Ese es tu asunto. Las puedes oler en la noche y pensar en la dueña. Como quieras… eh… podemos hablar de otra cosa… mira… Florentino, quería contarte algo. Es que mi abuela ya está muy anciana y sola. Mi papá hace años no me visita y mi mamá vive con otro hombre. Mi abuela dice que el papá de Carlos puede darme trabajo. Yo no quiero trabajar. Quiero conseguir dinero, mucho dinero, comprarme una casa, varios carros, y sin trabajar. Mi abuela no entiende. A veces me siento tan solo. A nadie le importa lo que yo haga. A veces quisiera que mi mamá me reprendiera como lo hace la tuya. A veces, y esto es extraño, parece que nadie me ve.
Ante esa declaración sentí en el pecho una especie de aguijón. Hay momentos en que las palabras no ayudan para la angustia, sobre todo cuando es una sensación compartida. Lo único que hice fue acostarme sobre una roca. Cerré los ojos. Escuché el agua del arroyo: su cauce como viento líquido. Jairo también se acostó y observaba una tela de araña donde una mosca intentaba escaparse. La araña acudió al instante y la inmovilizó. Mientras tanto, me llevé las tangas a las narices. Respiré
profundo. Un olor a blanqueador y a pétalos de rosa entró por las fosas
nasales. Imaginé que era una abeja que le extraía la miel a la flor azul que
tenía en mi rostro.
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