viernes, 16 de diciembre de 2016

Víctor Villa Mejía y su mirada de las fiestas de la danza y el sainete en Girardota


Victor Villa es autor de varios libros entre ellos: Pre-ocupaciones, Poli-sinfonías y Sobre entendidos, el último que publicó fue  Sainete: del entremés al musidrama. Además,  es un lingüista activo, así se haya jubilado en el 2010 de la Universidad de Antioquia.


Víctor Villa es girardotano.  Tiene dos hijos. Desde que se jubiló lee en Internet columnistas de la prensa nacional. Después siembra y ve la televisión. 

Cada vez sale menos de su casa. Y cuando sale lo hace a cosas muy precisas. Una de esas salidas de Victor fue a la Biblioteca Pública Municipal de Girardota. Aunque la frecuenta poco y haya sido uno de sus fundadores.  Buscó el Quijote de la mancha e hizo algunas anotaciones. Antes de retornar a su casa le solicitamos que nos hablara un poco sobre las fiestas de la danza del sainete en Girardota. Su palabra, con el cuidado de siempre, fue clara y reflexiva. 

viernes, 2 de diciembre de 2016

Juan Camilo Betancur E. y su Sociedad de muchachos invisibles




La sociedad de los muchachos invisibles es la primera novela de Juan Camilo Betancur. El texto está ilustrado por Tobías Arboleda, que logra darle, con sus trazos, un atractivo singular a la obra. Es un texto que lo narra un personaje cercano a los cincuenta años y cuenta sus peripecias en la adolescencia. Desde esta edad puede reflexionar con más herramientas lingüísticas sobre su dificultad de encontrar su lugar en el mundo. Este hecho, lo llevó a sentirse que no era tomado en cuenta. Por lo tanto, funda una sociedad de chicos incomprendidos dispuestos a ajustar cuentas con la realidad que habitan.
Esta novela se publica gracias a la Convocatoria Pública en Cultura y Patrimonio 2016 otorgada por el Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia. 
El lanzamiento se hará el próximo 7 de diciembre a las 4.00 pm en el auditorio de la Biblioteca Pública Municipal de Girardota. 

A continuación, el capítulo cinco de la novela. Esperamos lo disfruten. 


5
Hay imágenes que uno ve continuamente y con los años logra darles un sentido. Es como si viera de nuevo lo mismo. Por ejemplo, de joven, las veces que me quedaba en el jardín, observé este episodio: una abeja pasaba por una flor y luego partía. Como si entre ambas hubiese un acuerdo, un equilibrio. Algo así sucede con el amor. Las personas se encuentran para compartir un tiempo determinado. Así como la abeja se traslada a otra flor, uno encuentra otra persona. Sin embargo, en la juventud uno no entiende esas cosas. A esa edad el amor, o lo que se cree que es, es una sensación corporal que se conoce cuando se experimenta. Y yo deseaba en lo más profundo encontrar esa compañera que me ayudara a entender las ganas incontrolables de poder entrar en el misterio que esconde la ropa interior; y más me ensoñaba en el roce de la piel, en el beso prolongado, en la caricia lenta… Entre tanto, lo que proyectaba en mi imaginación eran ensoñaciones que no dialogaban con la realidad. A esa edad, la fuerza misteriosa del deseo te asalta y te precipita y te hace creer que la urgencia de piel es un sentimiento incontenible. Como no hay una experiencia corpórea que ayude a diferenciar el deseo del amor crees que el frenesí es elevado y profundo. Entonces empiezas a contradecirte sin importar lo que suceda porque vas como un cohete tras una ilusión, tras un espejismo. Por esos días había llegado al pueblo una mujer hermosa e inalcanzable para mis atributos. Ella vivía en las afueras. Su casa estaba ubicada al frente de una montaña, rodeada por un cafetal. La primera vez que la vi ella iba con un vestido y unas gafas oscuras. Al verla todo se paralizó porque ella era el movimiento. Su figura era un espectáculo. Su cuerpo se balanceaba de un lado a otro con movimientos serpenteantes. Por donde pasaba, como si tuviera una fuerza magnética, los hombres la miraban. Empecé a seguirla con cierta distancia. Conocía un camino que llevaba a un lugar estratégico en la montaña, entre los cultivos de café. Cierta vez vi a varios chicos merodeando, entre ellos, Ramiro. Me acerqué. Dejé la bici escondida. Conocía el terreno como la palma de mi mano. Se me ocurrió la idea de un fantasma. Cuidadosamente me quité la camiseta blanca y la amarré en un extremo de una vara de unos dos metros de larga. Introduje otras varitas más delgadas por las mangas de la camisa y las amarré. Después recolecté un buen arsenal de piedras que apilé en lugares estratégicos. Alcé la vara con la camisa y la sostuve de la horqueta de un árbol. Esperé a que Ramiro y sus amigos estuvieran cerca. A los minutos un chico que no conocía se detuvo en su bici y al instante gritó. Los seis muchachos se detuvieron. Con una piedra en la mano apunté a una de las bicis. El proyectil se estrelló contra una de las llantas. Ellos gritaron al ver un ser extraño moverse. Corrí tras ellos, por entre el cafetal, tirándoles piedras y con dolor de estómago de reírme. Esperé a que estuvieran lejos para buscar la bici y pasé tranquilo y victorioso por la casa de la vecina.
Durante días la vigilé hasta que una tarde, un hombre, el dueño de un billar, llegó a su casa y la saludó besándola en la boca. Entraron. A los veinte minutos salió el hombre arreglándose la cremallera y se fue. A los días volvió otro hombre distinto y sucedió lo mismo. No entendía lo que pasaba, pero sentía que ninguno la quería como yo por lo que decidí tomar cartas en el asunto. Una tarde, cuando volvía el dueño del billar, repetí lo del fantasma. Pese a todo, el hombre sacó un machete y buscó el espanto. Corrí cafetal arriba. Cuando creí que me iba alcanzar tropecé y caí en un hueco. Me llevé las manos a la boca para evitar que escuchara mi respiración. El hombre pasó cerca maldiciendo. Cuando se fue, a los minutos, salí afligido del agujero. 
Una mañana ideé un plan para llegar hasta ella y confesarle mi amor. Así, los otros hombres la dejarían en paz. La clave estaba en el semen. En el baño me eché jabón en el miembro. Me estregué… Quedé limpio y sin deseo. El líquido quedó en la palma de la mano. Lo miré. Lo volví a mirar. Mi deseo olía a eucalipto y almidón. Consideré que así como las flores huelen nosotros también tenemos aroma. Como las flores trasmiten en su olor tranquilidad y armonía yo podría trasmitir amor y deseo. No sentí descabellado acudir a mi fragancia. Pensé: “En mi olor, sin necesidad de palabras, quedan mis intenciones y la vecina, sin darse cuenta, las absorbe. Entonces mi aroma va directo a su cerebro donde mi deseo se mezcla con sus pensamientos y de golpe me ve más atractivo”. De esta forma, la vecina sabría el motivo de la visita. Mientras imaginaba lo que podría suceder me eché una gotita del líquido detrás de la oreja, en el cuello, en la coyuntura del brazo y el antebrazo. Salí del baño y silbando me peiné, me vestí y me despedí de mamá. Monté en la bici. Dejé mi vehículo estacionado en el corredor de su casa. Ella estaba lavando ropa en un tanque que tenía a un extremo una superficie plana, roñosa, en la que estregaba cada prenda enjabonada. Al verme sonrió y siguió en su tarea. Su cuerpo se insinuaba bajo el vestido. Su piel se veía un poco más oscura con el reflejo del sol. Sus omoplatos danzaban al ritmo del sonido de sus manos al estregar la ropa. Sus caderas, anchas, se balanceaban lentamente…

―Hola, hasta que te animas a entrar. Dime, en que puedo ayudarte ―dijo sin mirarme, pero me asusté porque no sabía qué decir.
―Ehhh… es que-que yo… ehhh… vine a sal-salvarla de todos esos hombres...
― ¿Cuáles hombres?
―Los que-que te visitan.
―Ah… entiendo… de modo que has estado observándome. Eres un chico malo. Y no te preocupes que esos hombres, como los llamas, no me molestan. Ellos, como tú necesitan, quién los reprenda ―afirmó mientras colgaba la camisa que enjuagaba de un alambre y se sentaba a mi lado.
―Entonces ellos no… la mo-molestan.
―Ahora, dime, ¿cómo pensabas defenderme? ―expresó cerca de mi oído. Sus palabras dulces como terroncitos de azúcar en los tímpanos.
―Bueno, creo que te defende-dería siendo tu novio ―repuse con voz temblorosa y con un ardor en el estómago.
―No creo que tu mamá esté de acuerdo con que me visites. Deberías estar con mami y no aquí buscando lo que no se te ha perdido. Ahora dime, cómo te llamas ―respondió mientras pasaba su lengua por mi oreja.
―Florentino… ―sentí su aliento y de inmediato tomé una de sus manos y la llevé entre mis piernas. Ella apretó con tanta fuerza que grité: ¡Basta! Con los ojos encharcados tomé la bici y marché. Llegué a mi cuarto y me encerré a mirar el techo. Al rato llegó la vecina y habló con mi madre:
―Florentino abre la puerta que necesito hablar contigo ―dijo varias veces mamá. Cuando salí la vecina me miraba con una sonrisa infantil y maliciosa. Esperaba que me disculpara. Argumenté que no la había ofendido. Por tanto mi madre se enojó y me ordenó volver a la habitación. También estaba molesta porque la mamá de Ramiro le había dicho que yo lastimé a su hijo. Estuve llorando un rato. Aproveché un descuido de mamá y salí de casa imaginando que me largaba para siempre. Caminé hasta una manga y subí a un naranjo. Tomé una naranja y con los dedos le quité la cáscara. El sumo bajó por mi antebrazo. Deseé irme de la casa porque mamá no entendía que eran inevitables esas ganas del cuerpo de la mujer. De poder manejarlo no me sentiría tan solo. Estaba solo. Nadie podía entenderme. Mi soledad dolía. Era como una enfermedad incurable, un tipo de cáncer para el cual no existía medicina. Cuando me calmé y volví, mamá estaba sentada en la sala, frente a una veladora. Me dijo que me hiciera al lado de ella. Después tomó una de mis manos. Preguntó qué me pasaba. Estuve callado. Habló de Dios y respondí que él no me escuchaba. Pues se había llevado al abuelo, había confundido a mi padre y a mí me impedía acercarme a cualquier mujer. Mi madre se ofendió y volvió a enviarme al cuarto.
Entré a la habitación y cerré la puerta. Me cubrí con las cobijas hasta la cabeza y de tantas cosas que imaginé para escaparme de la casa me fui quedando dormido. 
A la mañana siguiente, en el colegio, Jairo me acompañó a la casa de la susodicha. Observamos un rato. Jairo se acercó con sigilo hasta la puerta. De su bolsillo extrajo una navaja y un alambre. Los introdujo en la chapa y abrió sin dificultad. Vi una cama y sobre la baranda unas tangas azules. Jairo sonrió y las guardó en uno de sus bolsillos. Luego revisó en la mesa de noche. En ese momento sentimos ruidos. Empecé a temblar. Jairo me indicó que lo siguiera. La mujer abrió la puerta de la cocina. Aprovechamos para escapar. Llegamos a un arroyo y Jairo me entregó las tangas. 

―¿Qué hago con-con ellas?
―Ese es tu asunto. Las puedes oler en la noche y pensar en la dueña. Como quieras… eh… podemos hablar de otra cosa… mira… Florentino, quería contarte algo. Es que mi abuela ya está muy anciana y sola. Mi papá hace años no me visita y mi mamá vive con otro hombre. Mi abuela dice que el papá de Carlos puede darme trabajo. Yo no quiero trabajar. Quiero conseguir dinero, mucho dinero, comprarme una casa, varios carros, y sin trabajar. Mi abuela no entiende. A veces me siento tan solo. A nadie le importa lo que yo haga. A veces quisiera que mi mamá me reprendiera como lo hace la tuya. A veces, y esto es extraño, parece que nadie me ve.
Ante esa declaración sentí en el pecho una especie de aguijón. Hay momentos en que las palabras no ayudan para la angustia, sobre todo cuando es una sensación compartida. Lo único que hice fue acostarme sobre una roca. Cerré los ojos. Escuché el agua del arroyo: su cauce como viento líquido. Jairo también se acostó y observaba una tela de araña donde una mosca intentaba escaparse. La araña acudió al instante y la inmovilizó. Mientras tanto, me llevé las tangas a las narices. Respiré profundo. Un olor a blanqueador y a pétalos de rosa entró por las fosas nasales. Imaginé que era una abeja que le extraía la miel a la flor azul que tenía en mi rostro.



viernes, 25 de noviembre de 2016

Marco Bandoneón



Hay artistas que hacen a artistas y son como los descubridores, los que acompañan en la primera etapa de la creación. Hay otros que se hacen con la disciplina y logran sus sueños después de convertir la práctica en un acto espontáneo. Los más comunes, son aquellos que tienen más ganas de figurar que crear y se hacen los mercaderes de una obra imaginada, abundan en los banquetes, en los actos públicos y son los menos recomendables porque son como una especie de daño estomacal. Sin embargo, hay otros que nacen artistas y desde niños juegan a representar un sueño y hacen de la disciplina un juego muy serio; tanto, que a muy corta edad obtienen una madurez artística que los hace perseguir la felicidad por medio de un oficio noble y dignificante. Estos últimos son los mejores, los indispensables, a los que pertenece Marco Blandón. 

Llegué a la casa de Marco y me recibió con un café, debo decirlo, de alta calidad. Sacó un montón de aparatos para prepararlo, como un ritual. Nos sentamos en la sala y empezamos a hablar. 

Marco Blandón desde infante recibió del núcleo familiar el amor necesario para que su sueño se gestara. Contó con la plataforma emocional para evolucionar espiritual y artísticamente. Pues, su adolescencia no fue el desgaste energético de sentirse incomprendido. Al contrario, fue la posibilidad de encausar toda esa energía en un proceso creativo, después de que su abuela le diera una guitarra a los trece años.

Marco es autodidacta. Aprendió desde la pasión. Es un hombre propositivo que invierte su tiempo en su disfrute y desde ahí, la vida o el universo, le ha dado la oportunidad de encontrar su lugar en el mundo. Por ello, entró a la Universidad de Antioquia en el 2003 a estudiar guitarra clásica. Luego desiste porque no era lo que quería, así lo hubiera imaginado. Lo aburre, de manera implacable, la academia. Y sin méritos ni gloria logra graduarse. 

Cuando no disfrutaba su estudio se preguntaba sobre su destino y como una respuesta llegó un cd de Astor Piazzola. Un regalo que le hizo su compañera. “Lo escuché y eso fue mágico, la primera canción fue Adiós Nonino. Ahí fue donde empezó ese sueño de saber más sobre el bandoneón”, dice.

Marco, como todo buen soñador, se dedicó a sus obsesiones. En este caso, a un instrumento del que se tenía pocas noticias en la ciudad. Intentó conocer un bandoneonista y sin resultado. En esa búsqueda se enteró de que iban a formar una escuela de tango en Medellín. Ingresa con el condicionante de que solo podía tocar el bandoneón dos horas a la semana. Era una especie de tortura. Hasta que conoce a Pablo Jaurena, bandoneonista argentino, quien se convierte en su mentor.

El Bandoneón es un instrumento de viento aerófono (que suena por la vibración producida por una columna de aire). Fue diseñado en Alemania a comienzos del siglo para hacer música religiosa. Tiene 38 botones para el registro agudo y 33 para el grave. Cuando se abre el fuelle cada botón oprimido genera un tono y cuando se cierra el fuelle el mismo botón emite otro tono. “Hay que utilizar mapa para tocarlo”, concluye Marco, después de que su familia, sus amigos y maestro le ayudaron a conseguir uno. 

Después conforma El quinteto F31, nombre de la marca del avión en el que viajaba Gardel el día de su muerte. Con el quinteto Marco estudia y vive ese sueño que tenía de pequeño de estar en un escenario. Cada día se despierta con la alegría de hacer lo que quiere y de tocar tango, una música muy popular, de la calle y melancólica.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Fernando, el mochilero de espíritu




“El objetivo de viajar no es sólo conocer tierras extrañas, sino que en última instancia se pueda volver y ver al propio país con extrañamiento”. G. K. Chesterton

En Girardota, como todo pueblo, existen esos personajes enigmáticos, que lastimosamente se hacen cotidianos. Personajes que recorren las mismas calles día tras día. Uno de ellos es Luis Fernando Gómez, más conocido como “El caminante”. 

Se le dio este apelativo por sus viajes, tal vez el más importante fue el que hizo por el continente donde fue marinero, durmió en iglesias, tuvo sus romances, sus aliados y sobre todo, se las vio consigo mismo. Aprendió que en la vida, cuando se toma una decisión, es importante dar el primer paso. Después, no mirar hacia atrás. En esa medida, sus pensamientos iban dirigidos a un mismo propósito: seguir el camino. Tal vez, eso mismo hizo el brujo de “Otra Parte” de Envigado-Antioquia, en su inolvidable “Viaje a pie” cuando dijo: “el pensamiento es un lujo aún, una función novísima en el reino animal”. Por ello, lo importante en el viaje no es destino de llegada, sino el recorrido. Por algo, en ese recorrido se descubre que lo importante no son las millas, sino los amigos y lo que se puede pensar con ellos. Así también, la amistad es otro privilegio del reino animal. 

Cuando Fernando llegó a Girardota durmió en las afueras, bajo un puente. Después de observar distintos lugares, costumbres, climas, podía ver con más claridad aquello que los girardotanos ignoraban por no haber salido de casa. Sin embargo, sus puntos de vista se fueron quedando en el recuerdo. Pues con el transcurso de los días, sus historias se hicieron cotidianas. 

Luego, se fue integrando a la dinámica del pueblo y llevaba tintos a la alcaldía, hablaba con los transeúntes, con los comerciantes, los estudiantes, los políticos, los universitarios…, leía algunos versos sencillos de su autoría. De esta forma se conseguía lo suficiente para su sustento. Una libra de panela, una libra de arroz, el café… 

Más tarde se instaló en la vereda Jamundi, en la parte alta. Desde allí, todos los días caminaba y camina hasta el casco urbano. 

Ahora es librero. No siempre le va bien porque la gente prefiere invertir sus finanzas en aquello que los hace creer que los exalta, aquello que busca la experiencia máxima… y lo que persiguen es el abismo y el hastío. Decisión respetable. Aunque esto ponga en aprietos a los libreros como Fernando, porque su negocio es con el conocimiento y el conocimiento es revelador y desacomoda. Empero, Fernando no desfallece, al final llega el lector indicado. Pues todavía quedan aquellos seres, que como lo expresaba hermosamente Borges, no se imaginan un mundo sin libros. 

martes, 8 de noviembre de 2016

El maestro Jorge Maurer y el derecho a ser feliz

 
El maestro Jorge Maurer es de esos seres que es imposible de definir porque su sabiduría radica en el ahora en movimiento. Más que un cúmulo de conocimientos almacenados, su maestría consiste en vivir y ser feliz. Los datos en él se gestan desde su experiencia de vida.

Maurer es argentino y desde hace 62 años enseña a conectarse con la luz interior. Su primer discípulo lo tuvo a los tres años. Era un tío, psicólogo, quién empezó a hacerle preguntas y se asombró con la claridad de las respuestas. Debido a ello, se abrió pasó entre las grandes personalidades argentinas que lo recibieron con gran curiosidad y respecto. Entre ellas: Julio Cortázar, Ernesto Sábato y Charly García. 

Desde muy chico tenía claro que era una equivocación querer aplicar los pensamientos de otros a su vida. Por eso, ha seguido su propio camino, el de sus inclinaciones más íntimas. Quizá, por tal motivo, le gusta la respuesta directa y evita el discurso laberíntico. Como Fernando González, enseña a dejarse influir solo por la vocación o la voz interior. En la actualidad tiene grupos de meditación en Caracas, Medellín y otras ciudades alrededor del mundo. 

Su palabra es clara. Parece sacada de la literatura sánscrita. Como si fuera parte de Los rishis, o sabios de la antigua India, que con la palabra transformaban la realidad. Por lo tanto, la palabra es sagrada. Por ello, el poder creativo de la voz se expresa claramente en sánscrito, donde vac, voz, es a menudo considerado como sinónimo de Shakti, que es la energía creativa, el poder de manifestación. Las preguntas son: ¿Qué creamos con la palabra? ¿En que nos enfocamos cuando decidimos hablar de lo que consideramos importante? ¿Aceptamos la palabra como un vehículo para llevar lo mejor o lo peor de nosotros mismos? ¿De qué hablamos cuando hablamos?

En fin, son muchas las reflexiones que surgen al escuchar al maestro Maurer. Tal vez, utilice el método de la antigua Grecia; es decir, el dialogo que intenta construir cotidianidades más que conceptos. O tal vez, como el milenario Confucio en el siglo IV antes de Cristo, no le interesa hacer nada extraordinario para buscar adeptos. Lo único que busca es vivir en armonía con su entorno y con su ser interior. Escucharlo es como un despertar. Es como si dijera de nuevo cada cosa que nombra: 

“Entendí que es lo que tenemos que sanar, liberarnos y trasmutar. Escuchen, no es el apego a nuestros hijos, a la pareja, al dinero… ¡Eso no es! Es del apego al sufrimiento, a los miedos y la culpa. Pues ¿Cuál es la gracia de desapegarnos de nuestras parejas o hijos? ¿Cuál es la evolución de eso? Eso es deshumanizarnos y desensibilizarnos. No hay beneficio en ello. Hay beneficio al liberarnos de los miedos y los más grades son: El miedo a vivir, a ser feliz y a tener una vida plena. Si se escarba un poco en la consciencia de la persona lo que tiene son estos miedos. Teme manifestar todo su potencial de felicidad, salud, bienestar y prosperidad. Lo que está es apegado a los miedos, a los sufrimientos y a la culpa.

El perdón es una decisión. Me explico, todo aquello que cargues de los otros dentro tuyo te transforma en algo igual que aquel o aquella que no perdonas. Lo peor que te puede pasar es que eso se quede dentro y no es cuestión de resignarse, sino de perdonar. Cuando perdonas al otro el mayor bien te lo haces tú y si no lo peor del otro se queda en ti y el otro se lleva tu amor. Por ello, ¿cómo vas a recibir en consciencia la divinidad o al Supremo con el corazón sucio, con el corazón ocupado por el resentimiento, el odio, los celos y los daños que recibiste?”

viernes, 14 de octubre de 2016

Mauricio Hoyos Muñoz y su Sinfonía Estelar


“Un buen viajero no tiene planes fijos ni tampoco la intención de llegar” Lao Tzu



Sinfonía Estelar es la primera novela del escritor y periodista Mauricio Hoyos. La publica la editorial Zarigüella Cartonera. Además, cuenta con la participación de Tobías Arboleda, que con sus dibujos le da una atmósfera alucinada y fuera de órbita. 

Es una novela corta, de ciencia ficción. El texto es sobre un viaje, así sea estelar. La nave en la que va el personaje-escritor (Mauricio) va hacía Alfa Centauri, el sistema estelar más cercano al Sol que está a unos 4,37 años luz de distancia. 

Como en todo viaje, la trama es rica en intimidad, paisajes, climas, gastronomías, peripecias, aliados, hallazgos, ritmos y referentes. Por algo, desde la Odisea, la literatura de viaje se hace relevante es con el retorno, más que con el mismo viaje. En Sinfonía Estelar ocurre algo similar. Aunque el personaje no vuelve al lugar de partida: el planeta Tierra, si vuelve a un recogimiento interno al evocar constantemente el pasado. Por algo, la palabra “nostalgia” es tan relevante en el texto. En este recogerse en lo recordado vive en sueños y soliloquios. Y para no perderse en sus elucubraciones aparece el personaje I.A. Maya, (inteligencia artificial). 

A los viajes, los importantes, los que desacomodan al personaje y lo transforman, los rigen cuatro momentos. En Sinfonía Estelar se dan tres momentos. El cuarto momento, en esta novela, es una insinuación o una continuación de la segunda parte. 

El primero: el viajero es cualquier hombre, le gusta lo que ve pero no se unta de lo visto. Está lleno de teorías y no sabe aterrizar al uso personal. Se evidencia con las múltiples conversaciones de Mauricio-personaje con Maya. En esos diálogos, en algunas líneas, se muestra inseguro y su imagen de sí está por reconstruirse. 

El segundo: el viajero después de entender que hay que morir en los recuerdos debe aceptar su soledad. Este momento permanece hasta el final. Pues, es un personaje que no conserva a un personaje segundario durante muchas escenas. Sus aliados desaparecen. Incluso, él se desconecta de su seguridad. En este momento las referencias literarias parecen ser su única compañía. Por ejemplo, los guiños que le hace a Ray Bradbury, Kafka, kerouac, entre otros. Es como la forma en que el personaje acompaña su soledad intergaláctica. 

El tercero: no todos llegan, el viajero se ve la cara a sí mismo y después del espanto reconoce el poder de las fuerzas del azar. De ahí, lo sugestivo de la imagen de la partida de ajedrez al final de la novela. Es como si entre líneas se insinuara que el camino a sí mismo es la completa incertidumbre. En este punto, termina la novela. Por algo, el personaje silba en las últimas líneas, desconectado de Maya y de lo que era su seguridad. Entonces, como si su viaje apenas empezara, mira las estrellas. 

El cuarto: sólo lo alcanzan los elegidos. Entonces, el lector queda con la sospecha de que el personaje se preparó para esta última fase, y es viajar sin rumbo fijo, es decir, al olvido, como le ocurre a los viajeros después de errar por muchos días. Es el viaje que muestra la relación estrecha entre la naturaleza y el inconsciente y es esa relación la que guía al viajero. Como le ocurrió a Ulises, a Horacio, a Diógenes, entre otros. 

Resumiendo, esta novela es la invitación a un viaje al mundo interior de un escritor que va a dentro y fuera de sí, con tal agilidad, que las referencias que allí aparecen construyen una atmósfera melódica muy variada e interesante. Algunos ejemplos: Get Up Stand Up de Bob Marley, Harmony of the spheres de Joep Franssens, Philip Glass y Ravi Shankar, Chet baker con Gerry Mulligan, Dark side of the moon Pink Floyd, Te deum Arvo Pärt… 

En definitiva, apreciado lector, Sinfonía estelar es un viaje iniciático a otros viajes.

Tanto este libro, como otros más, podrás encontrarlo en Gira la lectura Fiesta de la Literatura local-Girardota 2016. Primera fiesta del libro que se hará en el municipio en los días 20, 21 y 22 de octubre. Habrá talleres, conversatorios, ponencias y conciertos.

Lector, queda cordialmente invitado a este viaje cósmico. Si deseas contactar al escritor para solicitarle un libro lo puedes hacer por Twitter: @mh_starsinfoni


lunes, 26 de septiembre de 2016

Nelson Córdoba, un Luthier en Girardota

La siguiente entrevista es un trabajo en conjunto con el joven Daniel Zuleta Sierra. Estudia en la IE Emiliano García, en el grado 8. Vive en la vereda San Diego. Es amante de las ciencias. 

Daniel participó en los talleres de periodismo que coordinó la Biblioteca Pública de Girardota. Los dictó Fundamundo. Producto de ello es la segunda periódico interescolar: El Búcaro. En el primera edición Daniel hizo el texto "Rodrigo Valencia, un lector incansable". Con Daniel, para la segunda edición, se entrevistó a Nelson Cordoba. En el periódico el texto aparecerá titulado: “Nelson Córdoba, un Luthier en Girardota". El periódico estará circulando a finales del mes de octubre. 


Nelson Córdoba Vasco proviene del municipio de Don Matías y en la actualidad vive en Girardota. Él se especializa en la construcción de instrumentos musicales. En esencia el bajo. 

Su motivación inicia desde pequeño cuando su padre se disponía a oír música. Luego de escucharla en reiteradas ocasiones a Nelson se le despierta cierto interés por la melodía. 

Residiendo en el municipio de Don Matías, Nelson participa en varios grupos musicales, en los que se destaca el grupo "Sinfónica de Don Matías". Allí, toca el saxofón durante 10 años. Simultáneamente, trabajaba con él maestro Gabriel Sepúlveda realizando instrumentos musicales. 

Nelson Córdoba lleva 10 años como Luthier, y 23 años trabajando con la madera. Pues, también hace puertas, closet y demás. 

Para él, elaborar estos bajos, es una pasión y un amor que se encuentra en lo más recóndito del alma. Por ello, considera que hacer un instrumento es de suma importancia ya que se deben tener en cuenta aspectos como: La medición, la afinación, el sonido, y también la parte estética; es decir, que el intérprete o el músico se sienta cómodo con el instrumento. 

Hablé con Nelson para el periódico El búcaro, para saber más de su trabajo, que en Girardota poco se conoce. Él muy amablemente me atendió en su taller que está diagonal a la Biblioteca Pública Municipal. Le hice las siguientes preguntas. 

¿Qué estudios has realizado para ser luthier? 
Yo no realicé estudios un poco más avanzados, como los conocimientos que maneja una universidad, puesto que, para mí, estudiar en una universidad me hubiese inclinado a otra decisión que no hubiese tenido que ver nada con ser Luthier. Así que, solo hice los estudios de primaria y bachillerato para luego independizarme y trabajar por mí mismo en la producción de instrumentos musicales. Dicen mis compañeros, que si hubiese estudiado la profesión de Luthier, estuviera haciendo otra cosa. 

¿Cuál fue la reacción de tu familia al darse cuenta de que tenías en mente ser luthier? 
He sido decidido en el momento de realizar las cosas. Así que mi familia suele apoyarme en mis decisiones. Siempre aprovecho las oportunidades que mis familiares me dan, tanto en el factor económico como en el factor laboral. Por ello, cuando empecé a disponer de mi trabajo mi familia se sintió orgullosa, por el gran avance que había alcanzado. 

¿Por qué se ha decidido por el bajo? 
Inicialmente empecé desarrollando guitarras junto con el maestro Gabrielito Sepúlveda. Además, me suele interesar las frecuencias bajas. Por ese tiempo tocaba el saxofón tenor con la Banda Sinfónica de Don Matías, un instrumento que posee frecuencias brillantes, puesto que el alto ya no era de mi interés, entonces pensé crear instrumentos con una frecuencia más cómoda, más agradable. Así que decidí hacer bajos de una forma innovadora, puesto que, las guitarras estaban teniendo demasiada popularidad, por lo que surgía demasiada competencia. 

¿Piensa extender la producción de distintos bajos? 
Quisiera desarrollar lo que es el bajo tabla, o el bajo guitarra, los chelos eléctricos, los bongós claves o algunos otros instrumentos de repercusión menor. Todo esto con el propósito de hacer aprovechamiento de la madera. Por consiguiente, hasta el momento lo que estoy haciendo es una simple preparación para lo que viene. 

¿Cómo ha sido comercializar el bajo? 
Es gracias a la disponibilidad de las redes sociales. Sin este acceso sería muy difícil la comercialización de este producto, más que todo en el exterior. En este momento existen o se encuentran varios bajos en diferentes partes del mundo. Por ejemplo: Dubái, París, Canadá, Estados Unidos, Perú entre otros. También, en el interior del país: Barranquilla, Medellín, Pasto y demás. 

En este momento la idea fundamental o lo que pretendo es tener estos instrumentos en una galería de instrumentos musicales, donde se puedan resaltar un poco mis productos, pero quisiera que se exhibieran en otros países del mundo, en lugares o galerías de un gran reconocimiento a nivel mundial. Quiero que este instrumento esté en una de las mejores galerías de Europa, de Estados Unidos… 

¿Cómo fue el comercio de los instrumentos con Gabriel Sepúlveda? 
Yo lo único que hacía era ayudarle en la producción de los instrumentos musicales. Tal vez, Gabriel alcanzó a comercializar algunos instrumentos, pero no muy lejos y no muchos. Pues, todo era voz a voz. Solo era cerca del pueblo y a clientes muy cercanos. 

¿A qué edad comienza a ser luthier? 
Comencé a la edad de los 17 años. Comenzando primero por la guitarra y luego comencé por el bajo, con el cual llevo aproximadamente 3 años. 

¿Así como ayudabas a Gabriel Sepúlveda, tú también tienes algún asistente? 
Al ser luthier se debe manejar un perfil. Realmente llevo muy poco tiempo dedicado a este instrumento, por lo que aún no he encontrado una persona que me pudiese ayudar a manejar y desarrollar más instrumentos. Pero la idea sería conseguir un nuevo integrante y así poder incrementar un poco mas esta idea de innovación. 



martes, 20 de septiembre de 2016

Julio Cadavid, Anderson Lennys y Don Rimando llega cantando




El docente puede reformar su entorno si parte desde la pasión y la responsabilidad por enseñar. Esto, si para sus alumnos, más que un docente, es una especie de “niño líder”, uno que puede aterrizar los conceptos de los libros para demostrar que la vida es un juego que puede ser digno y divertido. Al menos, así lo asumen Julio Cadavid y Anderson Lennys, dos cantautores que recientemente se ganaron un estimulo del Ministerio de Cultura.

Para ambos fue una sorpresa ver la Resolución 1715 del 01 de Julio del 2016, del Ministerio de Cultura, donde comunica que para la Convocatoria: “Reconocimiento a la publicación de materiales pedagógicos o musicales para los procesos de formación”, los jurados por unanimidad otorgaron el estímulo a la cartilla “Don Rimando llega cantando”. En esa misma convocatoria, en la Modalidad “Reconocimiento a puesta en escena creativa en Homenaje a Maestro(s), que en 2016 cumplen su centenario de natalicio”, el municipio también ganó con el proyecto “Homenaje Girardota Celebra la Música” presentado por la Subsecretaría de Cultura. 

La propuesta de Julio y Anderson busca hacerle frente a los paradigmas de una educación que tambalea ante los avances del milenio. Por tanto, ellos, de manera muy lúdica, encaran las exigencias de una generación más creativa y veloz, al diseñar una cartilla para madres comunitarias y agentes educativos para que puedan, desde sus posibilidades, crear canciones y cuentos, desde la perspectiva de los infantes. 

Julio y Anderson entendieron que un bebé puede asimilar la primera palabra a los diez meses, a los dos años dominar trescientas y a los tres años dominar un promedio de mil palabras.

Esa primera palabra que se asimila a los diez meses se gesta desde el vientre. Por ello, Evelio Cabrero Parra en su texto La lectura anterior al texto escrito nombra la existencia de un “libro psíquico” que se lee y escribe desde el momento de la gestación con la voz de la madre. 

Es, entonces, el sonido de las palabras que luego se complementa con los gestos de los padres, el que potencia esa primera palabra que luego será cien, después mil y finalmente la representación de un mundo con múltiples significados. Este mundo se enriquece con la madre comunitaria o el agente educativo si cuenta con las herramientas necesarias y oportunas para ello. Por algo, planteaba el pedagogo Loris Malaguzzi que el niño está hecho de cien lenguas pero les robamos noventa y nueve y luego la escuela y la cultura le separan la cabeza del cuerpo. Eso, y duele decirlo, es producto de no otorgarle a los agentes educativos las herramientas necesarias para que ayuden a los niños a soñar. Hecho que Julio y Anderson quieren evitar con la cartilla “Don Rimando llega cantando”. 

En la cartilla hay estrategias para que las madres comunitarias o agentes educativos puedan crear sus propias canciones y así, cuenten con diversas maneras de nombrar el mundo de sus alumnos, hacer un acompañamiento personal, desde el asombro, la imaginación, y las múltiples posibilidades del lenguaje y el sonido. Como una provocación, a continuación, les mostramos uno de los cuentos que aparecen en la cartilla. Los autores autorizaron la publicación. Es un cuento sencillo y sobre todo divertido. 

Los sentidos y la noche 

Era un lunes por la noche cuando los ojos, que eran bastante incrédulos, preguntaron a los oídos: 

–Oye, tú que escuchas todo alrededor, ¿puedes decirme qué sonido es ese que estoy viendo?

Los oídos, respondieron: 

–Es el sonido de la noche. 

Los oídos que eran bastante entrometidos, en medio de la curiosidad le preguntaron a la lengua: 

–Oye, tú que sabes de sabores, ¿puedes decirme a qué sabe la noche? 

La lengua, que era muy golosa, en medio de su sabiduría, lanzó una tierna sonrisa, pues le parecía que la pregunta de los oídos era muy inocente, pero sobre todo, muy fácil de responder. 

–Claro que sí. Asintió la lengua: ¡La noche!, la noche sabe a oscuridad, que con una pizca de estrellas y media luna mezcladas, se parece al sabor de un pastel recién horneado. 

–Muy interesante, demasiado interesante. Respondió la nariz, queriendo que le preguntarán por el olor de la noche. 

Inmediatamente aparecieron los dedos, que sabían que la nariz era muy presumida y que prescindía de saberlo todo, por eso preguntaron: 

–Es confuso para nosotros oír o ver, pues tenemos otra manera de hacerlo, sin embargo, dentro de nuestro talento no podemos identificar olores, ya que tú posees una punta respingada así como tu humilde conocimiento, dinos, ¿a qué huele la noche? 

La nariz un poco, o más bien bastante confusa, empezó a oler disimuladamente una y otra vez porque no sabía a qué olía la noche, pero para no quedar mal respondió: 

–La noche, claro... pues la noche huele... mmmm huele aaaa.... ¡ah! ella huele a lo mismo que huele el día con la única diferencia de que en la noche el frio huele diferente al calor. Los otros sentidos se rieron sin que la nariz se diera cuenta de que se estaban burlando de su falsa sabiduría, pero algo de verdad había en su respuesta, la noche era fría y el día caluroso. 

No conforme con su respuesta agregó: 

-La noche huele al romance entre dos, pero si los dedos tienen una mejor respuesta pues que lo digan, quiero saber que se siente tocar la noche. 

Los dedos sabían tanto acerca de la noche, que no dudaron por compartir su humilde respuesta. 

-Tocar la noche se siente fresca igual que la madrugada, se siente ligera igual que el agua, pero sobre todo, se siente eterna porque la noche cada vez que aparece hace que los sueños vuelen cuando los guardamos bajo la almohada. 

-Pssspssss sentidos, si todo eso es cierto, ¿porqué no salen y le preguntan a la misma noche?, maestra y dueña de los sueños y gran amiga mía, dijo la luna, que sin querer lo había estado escuchando absolutamente todo. 

Los sentidos sintieron que lo que decía la luna tenía mucho sentido, así que decidieron cuestionar esa noche a la misma Noche. Buenas noches, Noche, discúlpanos si te interrumpimos, sabemos que justo ahora estás inspirando a más de uno e hilando los sueños de muchos, pero no te vamos a quitar tu valioso tiempo. 

-¡Claro!, en qué puedo ayudarles, respondió la Noche. 

-Solo queremos saber cinco cosas: ¿tú a qué hueles, a qué sabes, cómo te ves, cómo te oyes y cómo se siente ser la noche? 

-Yo soy todo lo que cada uno de ustedes dice y muchas cosas más, soy el cantar de los grillos, soy el olor de las flores, soy el sabor de las cocinas, el calor de las chimeneas, soy el despertar de los soñadores que me sienten como suya cuando necesitan decir cosas bellas, además, de mí depende el descanso de cada uno de ustedes. 

La Noche que no deja de ser traviesa, decidió no entregarle a los sentidos todas las respuestas, les dijo sin ni siquiera pensarlo, que deberían indagar a los más soñadores. Si quieren saber un poco más, pues pregúntale a un niño, ellos son sabios y conocedores de todo lo que se puede saber de la Noche y los sentidos, un niño puede incluso decir más de lo que esperas.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Jesús Salvador Ruiz y su postulado de no putear la radio



"No han ideado una pantalla de TV tan suficientemente grande, brillante, clara y colorida como para igualar la capacidad de la mente para crear sus propias imágenes vivas..... y lo que hace de la Radio un medio espectacular para relatar, también hace de ésta un medio espectacular para vender." Bob Schulberg 

El 1 y 2 de septiembre se celebró el III Encuentro de Periodismo Ambiental organizado por Corantioquia y la Corporación Universitaria Lasallista. Cerca de 80 periodistas recibieron herramientas digitales y conceptos claros para discernir la información que filtran en sus medios locales.

Se invitaron a periodistas de 80 municipios del departamento. En el evento se tocaron temas como: El periodismo en la era digital, la responsabilidad y la ética del periodismo ambiental, la comunicación y el cambio climático... Luego, se hizo una visita a La Aguada, área de conservación de especies nativas de Corantioquia, ubicada en el Corregimiento de Santa Elena. 

Entre esos personajes se fue perfilando uno. Un señor bajito, muy agudo en sus comentarios. Él se llama Jesús Salvador Ruiz y es un locutor que lleva casi 30 años en la radio. La radio ha sido su pasión. Gracias a la radio conoció a su esposa, una estudiante de pedagogía en Jericó. Se fue con ella para Urabá. Trabajó para La voz de Urabá de RCN, en Apartadó. Más tarde se desplazó para Cocorná, en una emisora pirata, Radio Cocorná, ilegal, sin licencia del Ministerio. Regresó a Jericó a La Voz del Suroeste. Formó parte de los corresponsales de Radio Santa Barbará

Hablamos, mientras caminábamos rumbo de a la reserva La Aguada, sobre la importancia de la radio. Contó una historia hermosa, de cuando trabajó en La Voz del Suroeste. Al inicio, no lo querían contratar porque no había plata. Sin embargo, Salvador sabía que la radio daba plata y empezó a laburar. En cuestión de tres meses se hizo rentable. Una mañana, su jefa lo regañó porque no le había girado dinero. A él se le había olvidado. Quiso irse. Aunque respiró y reflexionó sobre las dificultades y cómo hay que sortearlas. Hizo catarsis. Una oyente lo llamó a decirle que le había salvado la vida. Esa mañana, ella se había levantado con pensamientos suicidas y al escucharlo decidió seguir viviendo. Ese episodio lo recuerda y le ratifica la importancia de la radio.

Para Salvador como para muchos, la radio es el medio de comunicación más personal. El tu a tu, la voz que acompaña, es algo que no tienen los otros medios. Tal vez, porque es un medio que trabaja con lo sonoro. Esto es importante, máxime cuando nacemos con el sentido del oído abierto. Incluso, es el único sentido que no se cierra. Nos alerta del peligro. Por algo, el equilibrio del cuerpo está en el oído. Para muchos, incluyéndome, sentimos que la memoria auditiva es más poderosa que la memoria visual, la táctil o la olfativa. Esto, porque es la memoria que se adquiere primero ya que el lenguaje hablado es una operación cerebral básica. Se hace desde el inicio de la vida, incluso, desde antes de comprender el lenguaje visual. 

Entre otras reflexiones, hubo una muy importante y es el contenido de las emisoras, sobre todo, las más populares en Antioquia. Olímpica, solo por citar una de ellas. Emisoras que se han especializado en difundir los anti-valores con personajes que le hacen una apología a las palabras mal intencionadas, al alcoholismo, la infidelidad, el chisme, la pelea. Esto, para tener más oyentes. ¿Y si esto es lo que promueve la radio en Antioquia (para generar audiencia) cuál es su aporte al tejido social? 

Por otro lado, si la naturaleza de la Radio es entender su verdadera dimensión en la difusión del mensaje y así lograr una comunicación asertiva y respetuosa con el oyente. ¿Qué se puede esperar de estas emisoras que tratan al oyente como un hampón y un borracho que celebra la tragedia de su prójimo? 

Don Jesús recibió una llamada. Con su voz cálida, acogedora, entre el frío de Santa Elena, se fue en otra conversación. Sin embargo, su mensaje claro y pertinente quedó retumbando.

martes, 6 de septiembre de 2016

El placer de transmitir una pasión




Hace unos meses se inició en la vereda de San Andrés una iniciativa de un Plan Piloto de Lectura Mi diario al Aire Libro. La idea era promover el placer por la lectura. Para ello, se buscó aquellos temas en que los niños y niñas lograran expresar aquellos temas que les interesara. 

Se partió de que es un placer y el placer parte de buscar lo que nos gusta. Y lo que nos gusta se hace por voluntad, no por imposición. En tal medida, un diario personal podría acercar al estudiante a la lectura. Entendiendo el diario personal como un diario, o un subgénero de la autobiografía, que data de la narración que hace una persona de las experiencias personales que vive. Normalmente los diarios personales son leídos únicamente por su autor, en especial, por las cuestiones privadas e íntimas. 

Precisamente es esa intimidad la que se compartió, claro, en la medida de las posibilidades. Cada niño contó lo que hizo. Entre esas cosas, uno se sorprende al ver que algunos niños hicieron más de lo imaginado. Por ejemplo, no faltó el que hiciera una carta, le dedicara un poema al profesor, el que hiciera su cuento de terror… entre otros ejercicios. Sin embargo, el que más sorprendió fue el de una niña del grado quinto. 

Jimena Carmona, después de recibir la explicación de cómo hacer una entrevista, sacó su cuaderno de apuntes. Allí hizo un primer ejercicio. Quedó también hecho que se le propuso que entrevistara al rector de la institución, Carlos Enrique Vega. A lo cual respondió, segura de su papel como entrevistadora, que estaba dispuesta y preparada. 

En un principio se buscó con los talleres aportar en la formación de las competencias lectoras (interpretar, analizar y organizar) y comunicativas (hablar, escuchar, leer y escribir). Sin embargo, Jimena, al igual que Mariana Salazar, encarnaron el postulado democrático de que la lectura nos ayuda a visualizarnos en busca de nuestras posibilidades ciudadanas: “La lectura y la escritura se constituyen en herramientas privilegiadas de participación democrática, ya que favorecen la expresión de las ideas, el desarrollo del pensamiento y la formación del criterio. Por ello, formar lectores es mucho más que alfabetizar, en el sentido básico e instrumental del término, y debe constituirse en pilar del ejercicio pleno de la ciudadanía. Dentro de este paradigma, la lectura y la escritura dejan de ser un lujo para minorías ilustradas y adquieren el estatus de derechos que deben garantizarse a todos los ciudadanos en igualdad de condiciones para favorecer la equidad, desde el comienzo de la vida”.[1] 

Esta experiencia tocó la emoción porque los estudiantes, en esencia Jimena y Mariana, entendieron las normas básicas de la comunicación, la lectura y la escritura, porque sabían que los iban a escuchar. Por eso, se preocuparon en estudiar al personaje y estructurar las preguntas (que fueran claras y pertinentes). En esa medida, la norma es útil y no impuesta. Porque cuando se incluye la emoción en los ejercicios de promoción de lectura la lectura cobra otro sentido, uno más cercano, más desde los intereses personales. Por algo Willian Ospina en su ensayo: El placer que no tiene fin, plantea que “para leer bien no basta la técnica: se necesita la emoción, el ritmo y la entonación que permita extraer de lo que se lea toda la intensa realidad, todos los estados anímicos, todo el colorido que el texto pueda ofrecer”. 

Jimena se sentó frente al rector y logró que él, un hombre muy respetable y distante para muchos niños y niñas, hablara de desde él, de su sensibilidad y se acercara más a sus alumnos. Ella, cual periodista, realizó un ejercicio de clase de alta calidad y sin dejar a un lado el juego, porque jugando se hacen las cosas más serias. 

[1] Reyes, Yolanda. Lectura en la Primera Infancia. Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe, CERLACL. Bogotá. Agosto 2005. P.9. 




martes, 30 de agosto de 2016

Los niños de 5b de la IE de San Andrés hacen periodismo


En la vereda San Andrés se ejecutó el Plan Piloto de Lectura Mi diario al aire libro. Plan que damos por terminado con el fin de replicarlo a otros colegios. 

La idea, desde el principio, fue generar procesos con los grupos. Por tal motivo, los talleres se piensan de más de una sección. De esta manera, el estudiante podrá, al menos dimensionar, un encuentro intimo con la lectura. Porque cuando se hace de forma eventual, pensado más en cifras que en un impacto social, se obtiene una cantidad asombrosa de estudiantes atendidos, pero esa es la misma cantidad de estudiantes desencantados con la lectura. El motivo, no hubo un vínculo emocional con los estudiantes. 

Por ello, la apuesta fue generar procesos, ir más de lo eventual, establecer vínculos afectivos con los estudiantes, realizar diálogos sobre experiencias de vida y desde allí, generar ejercicios de creación literaria. Por ello, la entrevista que escucharas en esta entrada, es un trabajo juicioso con el grado 5b de la IE San Andrés. Se escogieron dos entrevistas. La primera que publicamos la realiza Mariana Salazar y entrevista a Milvia Rosa Cadavid, una mujer representativa en la cultura de la vereda.

lunes, 22 de agosto de 2016

Pablo Montoya, la luz literaria que rompe las hojas del almanaque


El siguiente texto aparece publicado en el libro de recopilación de ensayos de la revista Leer y Releer que hace la Biblioteca de la Universidad de Antioquia. La compilación la hace Germán Sierra. Selecciona 21 ensayos para celebrar  que desde hace 20 años (van 80 números,) la biblioteca ha editado cuadernos con ensayos que reflexionan sobre la lectura, la escritura, los libros y la biblioteca. En el libro aparecen autores como: Juan Carlos Onetti, Stefan Zweig,  Hermann Hesse,  Eugenio Montejo,  William Ospina, Jaime Alberto Vélez, entre otros. La publicación del texto “Sobre la lectura” de Pablo Montoya, cuenta con la autorización del autor, que me atendió con mucha amabilidad y calidez.  A él le doy gracias.  Att. Juan Camilo Betancur.


SOBRE LA LECTURA

Por: Pablo Montoya Campuzano
1
La lectura para mí tiene una relación primordial con la mujer. Fueron mujeres quienes me enseñaron a leer. Fueron ellas las que señalaron el camino de las primeras perplejidades y previnieron los riesgos que esconde la lectura. Ese vínculo, donde lo femenino tiene connotaciones de iniciación, siempre me ha parecido significativo. Sé que no es una circunstancia única, pues son muchos los que tienen a su lado la presencia de una mujer en el conocimiento de las primeras letras. Y que ello conlleva al precepto dado por el renacentista León Bautista Alberdi: “El cuidado de los niños, y en él se debe incluir la enseñanza del alfabeto, es tarea de mujeres, de las nodrizas o de la madre”. No obstante, creo que tal situación me aleja de un modo singular de la constante masculina –escribas y sacerdotes, monjes y militares, humanistas y pedagogos- que ha marcado la historia de la lectura.
El desciframiento de las letras me lo enseñó una de mis hermanas. Fue un domingo de 1970, durante una jornada de toque de queda impuesto por el gobierno conservador de entonces. Mi hermana dice que no utilizó ninguna cartilla ni se dejó guiar por método alguno. Fue algo, en cierto modo, espontáneo. Me vio jugando por ahí y, acaso, para exorcizar el tedio que envuelve a los días festivos, me explicó cómo se unían esos signos y qué decían las palabras más elementales. Me demoro en este ambiente cotidiano, que rodea a una adolescente que se acerca a su hermano menor para sacarlo de la edénica ignorancia, porque siempre he pensado que la lectura es una especie de fisura introducida en el tiempo de la normalidad. Un acontecimiento que nos saca o nos entra a un paraje, a una dimensión, a una realidad insospechada.
Es muy posible, y así sucede en el acto del aprendizaje, que la persona que enseñe esté suspendida en una coordenada muy distinta a la que envuelve al aprendiz. Lo que para mi hermana fue quizás una actividad común y corriente, en mi caso fue como si un velo mágico se corriera. Este símil, lo sé, es recurrente. Pero no hallo otro que aproxime mejor al milagro que me visitó aquel día. Cuando empecé a leer, y empecé a encontrar en las palabras las imágenes y los rudimentarios conceptos que podía manejar, sentí que una especie de luz entraba a mi exiguo territorio existencial. Esa luz, más que borrar un determinado paraje, inauguró los perfiles de un relieve nuevo. Se produjo, en definitiva, un estado de epifanía. Ese que se da cuando la lluvia refresca una tierra ansiosa. O cuando un viento fortuito, pero en realidad a ese tipo de viento siempre lo estamos esperando, sacude una rama detenida en el sopor.
Años más tarde, siendo ya adolescente, aprendí a desentrañar las figuras con que se escribe la música. Algo de aquella emoción prístina se inmiscuyó en mis horas del descubrimiento sonoro. Pero no era lo mismo. Ya estaba solo y con un método de solfeo entre mis manos. Y a mi lado no había una voz dulce. Ni una mirada vigilante que me aconsejara. Ni una mano femenina que abriera el telón de la ignorancia para que surgiera el espectáculo de las cosas nombradas.

2
Después apareció mi madre. Ella me guió en los dominios de la lectura que, intrincados y peligrosos, siempre se le presentan a un niño de curiosidad desbordante. Mi madre me tuvo a una edad avanzada, por lo que a mis ocho años tropecé con una circunstancia especial. Fiel practicante de las siestas, al entrar en los meandros de la menopausia, ella se vio visitada por la ausencia de sus sueños reparadores. Yo llegaba de la escuela y la encontraba, sentada en una vieja poltrona que había heredado de su madre, vadeando las tardes con un libro en las manos, su cabeza ya un poco cenicienta inclinada sobre las hojas. Esa imagen, a la hora de hacer inventarios del pasado, me parece una de las más estimulantes que pueda tener. Era y sigue siendo la mejor invitación al mundo de los libros. Y cuando la evoco, evoco a su vez las palabras que Pedro Abelardo le escribió a Eloísa. En ellas el teólogo francés contraponía la obsesión del hombre por la violencia, las guerras, el poder y el honor, al refinamiento femenino y a su inteligencia sutil “capaz de conversar con Dios, con el espíritu, en el reino interior del alma, en términos de una íntima amistad”.
La representación de una mujer leyendo forma parte de uno de los capítulos más atractivos de la historia de la lectura. Ese que cuenta cómo las mujeres, sobre todo a partir del siglo XVIII francés, fueron accediendo a los libros. No fue un camino muelle. Habrían de pasar muchos años, y la presencia de preceptores investidos con los valores de instituciones educativas misóginas, para que las mujeres pudieran llegar a las escuelas, a los colegios y a las universidades. Y así como detrás de la imagen sosegada de la joven lectora de Jean Honoré Fragonard, hay un tramado sociológico de la lectura que habla de una actividad que marcó las horas femeninas en las familias burguesas y aristocráticas francesas de la Ilustración, una historia donde las brumas de los fanatismos y las intolerancias religiosas empiezan a desdibujarse con las ideas de Voltaire y Rousseau que, entre otras cosas, proponían que la educación y el mundo del trabajo se abriera a la mujeres; así, tras la imagen de mi madre, leyendo en los días de mi infancia, hay aspectos que tienen que ver con la historia de la lectura en Medellín.
Tomás Carrasquilla, en Frutos de mi tierra, señala el espacio que tenían los libros en la Medellín de finales de siglo XIX. En la casa de Agustín Alzate, ese rico insoportable de última hora, no hay “nada que huela a libro, ni a impreso, ni a recado de escribir”. Parecidas a tales moradas, simétricas y pulcras pero ajenas a la lectura, fueron las viviendas de muchos adinerados antioqueños y acaso sigan siendo así las de los nuevos poderosos emergentes de ahora. En las habitaciones de los comerciantes arribistas del mundo de Carrasquilla, que hacían todo lo posible por hacerse venerables, el libro fue un objeto mal visto y casi prohibido. En Por cumbres y cañadas doña Elisa, que es una lectora rara en una ciudad de iletrados, los libros de su biblioteca huelen sencillamente a azufre. Y esa “loca de la casa”, la Magola Samudio de Grandeza, que leía de todo y a ritmo desbordado, es tildada de “bachillerona”, de “insoportable”, de “espiritista, de “libre-pensadora” y de “morfinómana”. Pero a pesar de estos casos, que son alter egos del propio Carrasquilla lector, los libros escaseaban y si aparecían en una que otra biblioteca no eran leídos por sus propietarios simuladores. Considero que la mezcla del emprendimiento casi maniático por conseguir dinero de los antioqueños con la vigilancia de su catolicismo cerril es una de las causas de esa precariedad del libro en la Medellín de antaño. Miguel Antonio Caro decía, para ejemplificar tal estado cultural, que las únicas letras que se daban en Antioquia eran las letras de cambio. Sin embargo, hubo valiosas excepciones y fueron ellas las que permitieron que en Antioquia, desde la aparición de Simón el mago de Carrasquilla, se empezara a escribir una literatura importante.
Mi madre fue educada bajo esa férula católica en la que leer resultaba peligroso para el adecuado desarrollo de una buena sociedad. Con todo, como muchas mujeres de su época, se benefició de la escuela conservadora manejada por monjas y curas que, no hay que olvidarlo, tenían como caballito de batalla el Catecismo del padre Astete. Sorteando de la mejor manera la atmósfera propiciada por este librito intolerante, mi madre leyó la poesía de José Asunción Silva, Julio Flórez y Guillermo Valencia. Leyó María de Jorge Isaacs y La vorágine de José Eustasio Rivera y se aprendió de memoria algunas rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Leyó, igualmente, los cuentos y algunas novelas de Tomás Carrasquilla. Y, a escondidas y con una especie de ansiedad contrita que hoy me parece increíble, Aura o las violetas y Flor de fango de José María Vargas Vila. Sin ningún aspaviento, pues jamás perteneció a un círculo intelectual o tertulia literaria, mi madre se consideraba una lectora respetable. Leía para formarse, para informarse y para entretenerse. Y siempre recibí de ella esa impresión donde se confabulaba con equilibrio la honorabilidad y la humildad despojadas de cualquier pretensión intelectual. En ese medio tristemente parroquial que fue la Medellín de los años treinta y cuarenta en donde, según cuentan los chismosos de la literatura, el ensayista René Uribe Ferrer era pagado por la iglesia para que recorriera las pocas librerías de la ciudad y desalojara de sus recintos los libros perniciosos, mi madre se forjó un cierto bagaje literario. Este comprendía, además de los autores colombianos citados arriba, la Biblia y una literatura hagiográfica donde se abrazaban Pablo y Agustín, Tomás de Aquino y Teresa de Jesús. 
Ella me transmitió sus lecturas con entusiasmo. Y lo hizo con una generosidad única. Era consciente de que valía la pena dedicarle un poco de tiempo a ese hijo suyo que había sido tocado, de entre una camada de once, por la invisible mano del genio lector y que ya sentía, parafraseando a Flaubert, lo indispensable que era la lectura para la vida. Fue una relación, vigilada por supuesto, como corresponde a una madre y a un hijo. Pero siempre la evoco con ternura agradecida. Yo llegaba entonces de la escuela y, al verla leyendo, me sentaba a su lado a hacer lo mismo. Eran los días en que Colcultura sacaba la colección semanal de libros que se vendían a tres pesos. Miento si digo que leí todos esos opúsculos multicolores, amparados por la imagen de un búho sapiencial, que sobrepasaron los doscientos títulos, porque mi madre decidía los que de sus ojos y sus manos podían pasar a los míos. No ignoro que ella ejerció sobre mí la censura que es, como se sabe, la inferencia de todo poder. Con su comportamiento, a pesar de su suavidad didascálica, yo comprendería más tarde la larga cadena de prohibiciones que la historia del cristianismo, en verdad la historia de todas las civilizaciones, ha tejido frente a la lectura.

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La desconfianza hacia los libros, la sospecha de que leer resulta nocivo, se remonta a tiempos antiguos. Quizás a los preceptos de los dirigentes de la Iglesia primitiva y a los santos ascetas del desierto. El cristianismo ha sido siempre una religión contradictoria con respecto a la lectura. Manifiesta, por un lado, interés por leer puesto que es una religión libresca, o al menos está regida por una serie de libros santos, y la difusión de sus dogmas se ha basado en el libro y la traducción. Pero, al mismo tiempo, se siente molesta ante la lectura porque ella está ligada inevitablemente a la rebeldía, al escepticismo y, como lo dice Voltaire en su libelo Del horrible peligro de la lectura, “disipa la ignorancia que es custodia y salvaguarda de los Estados policivos”. El cristianismo surgió, por otra parte, de un hombre que jamás escribió y que, probablemente, nunca conoció ese lujo del ocio que encierra toda biblioteca. Hasta donde se ha podido verificar, en los villorrios próximos al mar de Galilea, no existieron aposentos de semejante índole. Y si Jesús escribió lo hizo, según Juan, sobre una arena que luego habría de revolverse para que de sus signos no quedara nada. Pese a este carácter oral, que hermana a Jesús con Sócrates, con Buda y con otros maestros de la antigüedad, el cristianismo tiene en Pablo de Tarso su máximo agente publicitario. Pablo pensaba, por ejemplo, que la escritura era la mejor herramienta para persistir en el tiempo y creía en su poder retórico y alegórico. Y a ella, como lo hicieron los poetas romanos coetáneos a los orígenes del cristianismo, se aferró con la convicción de un escritor. Como dice Georges Steiner: “Pablo estaba seguro de que sus palabras, en su forma escrita, publicada y vuelta a publicar, durarían más que el bronce, continuarían sonando en los oídos y en el espíritu de los hombres cuando el mármol se hubiera convertido en polvo”.
En la historia de la lectura cristiana, por lo tanto, hay clérigos enamorados de los libros. Seguros de que ellos son la herramienta idónea para dialogar con los muertos y los mejores transmisores de la ciencia y el conocimiento. Y ahí está, verbigracia, Richard Bury, el arzobispo bonachón inglés que escribió el Philibiblion, acaso la primera defensa occidental abierta de los libros. Pero también están, y estos han sido legión, quienes han reprimido la lectura y quemado manuscritos. Con Savonarola y Pascal se comprende, desde dos perspectivas distintas, la dimensión del recelo hacia el saber libresco que encarnaban para ellos el impúdico Bocaccio y el escurridizo Montaigne. Y esta paradoja del cristianismo se pronuncia todavía más cuando aparece la imprenta en el siglo XV. Si hubo algo que espantó al poder eclesiástico y feudal, acaso más que las grandes sublevaciones campesinas del Renacimiento, fue este invento que habría de popularizar peligrosamente la lectura. Y sobre todo la lectura de la Biblia que era controlada por el poder de los vicarios de Cristo.

Mi madre, con el conocimiento que sus lecturas le daban, como buena católica letrada que era, tenía idea de tales circunstancias. Y yo, con mi deseo de leerlo todo, le ocasioné tropiezos. Tropiezos que los dos tratamos de solucionar del mejor modo. En esencia creo que hay importantes diferencias entre los lectores que ella representaba y los que yo con mis hábitos sigo representando. Por un lado, mi madre siempre fue organizada y más o menos sistemática. Era conservadora y respetuosa y ponía la moral por encima del arte. Pensaba que leer era una especie de ejercicio espiritual y que debía educar para la vida y no para la literatura. A mí, en cambio, me impulsaba la sed devoradora. Era desordenado y adúltero cuando me aproximaba a los libros. Pensaba tal vez que el espíritu o el intelecto están involucrados con la lectura, pero constataba cada instante que en ella se inmiscuye lo sensorial. Y frente a aquella relación conflictiva, no podía saberlo a mis doce años, pero no faltaba mucho tiempo para darme cuenta, prefería, en los campos del arte y la literatura, las deliciosas perdiciones suscitadas por la belleza y no los reglamentos, los manifiestos y las ordenanzas morales proclives a estrechar los ámbitos de la lectura. No quiero decir que propongo la senda ecléctica y caótica que caracterizó mi adolescencia libresca y que, en la línea del joven Rousseau, crea que la realidad se confunde con la lectura y esta con la literatura. Cada lector tiene su ritmo y su horizonte, sereno o abigarrado, de fascinaciones. Y soy consciente, en todo caso, de que la relación afectiva con los libros, con su dialéctica continua y la reciprocidad que ellos nos obligan mantener, pertenece más a la intimidad de los hombres que a cualquier otra circunstancia.

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Mi madre nunca me amenazó con hogueras. Tampoco, y estoy seguro de que sabía que en mi pequeña biblioteca de adolescente había libros de Nietzsche, Marx y Hengels al lado de novelas de Dostoyevski, Kafka y Camus, me tildó de subversivo, de intelectual o de endemoniado. Pero creo que si lo hubiera hecho no estaría del todo equivocada. Pronunció, en cambio, otra palabra: locura. Al darse cuenta de que yo con más frecuencia pasaba por alto sus recomendaciones, me dijo una vez: “si sigues leyendo así, vas a enloquecerte”. Para entonces yo estaba sumergido en la total embriaguez de los libros. Y ante las palabras de Diderot: “¿quién será el amo?, ¿el escritor o el lector?”, yo hubiera contestado sin hesitaciones: el amo soy yo, el lector.
En los libros me sentía dueño no de un tiempo sino de muchos. Era el radar, la brújula, el astrolabio. Pero también la desviación y todo aquello que propiciara la catástrofe. Me lanzaba a las páginas con el vértigo que acompaña a quienes aman los abismos. Había libros que, literalmente, me ponían la carne de gallina, me daban un vuelco al corazón, o me instalaban vacíos gratos en el estómago. Leía todo lo que caía en mis manos. Aunque más que leerlos de un tirón, sentía que habitaba y era habitado por los libros. Devoré el Antiguo Testamento, es verdad, y releí no sé cuántas veces los Evangelios. Pero no lo hacía con la devoción del religioso, sino con la avidez de quien persigue las aventuras y el desarrollo de las tramas. De las biografías de santos y de pontífices pasé rápidamente a los relatos de Julio Verne, Emilio Salgari y Robert Louis Stevenson. De niño había leído los cien tomitos de la Biblioteca Juvenil Ilustrada que me compró mi madre para calmar mi curiosidad, confiada en que por ser “juvenil” no guardaba trampas. Pero en esos libritos “inofensivos” estaban Homero, Sófocles, Dante, Cervantes, Shakespeare, Poe, Víctor Hugo y Tolstoi. No demoré entonces en leer las verdaderas obras de ellos. Y no sentía nostalgia de la abreviación ilustrada de aquella serie. Ahora, mientras el libro fuese más extenso, me sentía más contento. Y muchas veces, cuando la historia leída bajaba de intensidad o transitaba por pasajes densos, me prometía llegar hasta la última página como si se tratara de ese reto honorable que significa escalar una montaña elevada o atravesar a nado un río áspero. De hecho, de esa época me quedó la costumbre de no abandonar los libros a mitad de camino. Solo ahora que la literatura se ha vuelto el espacio de lo comercial y lo vacuo, del sensacionalismo y lo trivial he tenido que cerrar muchos libros desde el principio, no sin recordar las palabras de Wilde: “El gran vicio es la superficialidad”.
Cuando recuerdo mis lecturas de adolescente, algo de su eco me hace concluir que no ha habido para mí otra trashumancia más reveladora. Adriano, el emperador de Marguerite Yourcenar, dice que “el verdadero lugar del nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente”. En ese sentido, las primeras patrias para él fueron los libros. Pero esas patrias llevan en sí mismas una especie de movimiento. Cuando leemos viajamos en realidad. Y es así que, como el joven Adriano, yo supe muy rápido que los libros son una fascinante y desgarradora geografía del afuera. Y que en ese constante ir hacia el exterior, también aseguran un viraje que nos aproxima a nosotros mismos. Con la lectura se establece un diálogo con los otros, y ese diálogo está marcado por los equívocos y la sensatez, los desgarramientos y la plenitud, la mezquindad y lo sublime que habita la condición de los hombres. Pero también en ella nos sabemos solos. De algún modo, la lectura no es más que ese acto, acaso el más radical, del más acendrado solipsismo. O de ese monólogo interior, para utilizar un vocablo más literario, que solo habrá de finalizar en el momento en que nuestros ojos, o nuestros oídos, o nuestro tacto dejen de acceder a los libros.  

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Me sobrevino entonces una época de crisis. Fue menester, para que se diera el paso del lector al escritor, que conociese en carne propia eso que Sábato denomina los cataclismos del ser. La antigua armonía familiar se derrumbó. Un asustado escepticismo cubrió mis horas. Pánicos nocturnos me visitaron y espantaron el sueño. Hubo una desfiguración en lo más hondo de las emociones. Los monstruos y las pesadillas brotaron precipitadamente. Una enfermedad arrasadora de la piel aumentó más mi calamidad personal. El derrotero impuesto por mi familia –debía ser médico como mi padre-, se astilló en mil pedazos. En tales circunstancias el placer de leer se me trocó en miedo. Antes, y cómo añoraba ese pasado irremediablemente ido, deambulaba por los libros sin intuir las simas que se escondían en mi joven sensibilidad. Antes leía por diversión y confieso que no empleo esta palabra despectivamente. Ahora lo hacía con angustia. Recordaba aquella frase de Tolstoi que había leído en sus diarios: “Somos creyentes por desesperación”. Y buscaba en los libros una senda que me llevara al amnésico vértigo de antaño. Ese fue el tiempo, por otro lado, en que hice incursiones en los libros de autoayuda porque un psicólogo errático me los recomendó. No sé cuántos libros de esa clase leí. Solo sé que me fueron llevando a la conclusión de que eran objetos mediocres. Pues no puede haber literatura en manuales virtuosos que se editan con el propósito, más que de ayudar a la gente, de venderse como cigarrillos.
La verdad era que la conminación de mi madre se me presentó con una nitidez irrevocable. Y la locura terminó por rondar con pasos fuertes mis diecisiete años. Pascal Quignard dice en uno de sus Pequeños tratados que “quien lee corre el riesgo de perder el poco control que ejerce sobre sí mismo”. Este descontrol limita con esos inmensos potreros en los que la identidad se descarría o simplemente se encuentra en la fragmentación de la personalidad. Leer también es desprenderse de nuestro yo y ponernos tanto en el ropaje como en el alma de innumerables personajes. Somos delirantes con Hamlet, desvariamos con el Doctor Fausto, alucinamos con don Quijote, nos escindimos con Raskolnikov. Pero en la lectura se establece un pacto entre nuestra psiquis y la historia que vamos conociendo. Aceptamos, y controlamos por decirlo de alguna forma, esta esquizofrenia inevitable que supone el aprendizaje de la realidad. Pero yo, sometido a los vaivenes de mis tormentos, empecé a sentir que la lectura me hacía daño. No digo que renuncié a ella porque desde que aprendí a leer jamás lo he hecho. Solo traté de limitarla, de domesticarla, de sistematizarla. Ante mis desesperaciones cotidianas, mi madre se plantó una vez frente a mí y me señaló una posible cura. Pero antes me dijo, creo que ya lo había hecho y yo había levantado los hombros con la arrogancia de mi adolescencia, que recordara a Don Quijote. Y haciéndose eco de lo que desde los tiempos de Felipe II era una verdad insoslayable para el vasto imperio que gobernaba, mi madre sentenció que los libros de ficción embotaban el cerebro. Entre agradecido y extrañado, entendí que ella acudía a la literatura misma, ponía ante mis ojos al sublime alienado de los libros, un ser enteramente imaginario, para hacerme regresar a la senda de la cordura.
Volví a Dios y a las lecturas carismáticas por un tiempo. Como si ella fuera una Mónica y yo un Agustín ajeno a la disipación y la lascivia, mi madre se encargó por un tiempo de mi convalecencia. Le hice caso, es verdad, en casi todo. Y de esas lecturas sanadoras, que no fueron otra cosa que actividades de consuelo, me quedó el sabor remoto, como de dátil, de oliva, de un vino muy añejo, de esos grandes libros llamados Eclesiastés y Salmos. Leí también algunas confesiones y tratados morales. No había cumplido los dieciocho años, pero me sentía viejísimo y agotado. Y la verdad es que Séneca, Agustín y Tomás de Kempis se acomodaron a mis intemperancias y mis melancolías y fueron situándome en el mundo nuevamente. Recuerdo muy bien que fue Dostoyevski quien me devolvió a mis lecturas caudalosas. En la biblioteca familiar, más como un ornamento de casa de médico prestante, había una colección de las Clásicos Grolier-Jackson. Esos libros de tonos morados y grandes letras fueron también mi soporte en esos meses transitorios. Entre ellos, el dedicado a Dostoyevski me llamó una vez la atención. No exagero si digo que hubo como una señal. Algo así como un susurro. Un tono de voz oscurecido que se desprendía de aquellas solapas. Mi madre, al verme con el libro entre las manos, intervino otra vez y dijo algo que es cierto: “No leas a ese hombre. Es un espíritu atormentado”. Yo le hubiera respondido con una frase que para entonces comprendía bien: los libros verdaderos sólo nacen de las tormentas, los arrasamientos y las devastaciones de la sensibilidad. Pero guardé silencio y volví el ejemplar a la repisa. Al día siguiente, a hurtadillas, volví a tomarlo. Y los mundos anómalos de La mansa y El eterno marido me condujeron necesariamente a Crimen y castigo. Allí fue donde se produjo la certeza de que yo, pasara lo que pasara, tenía que escribir. Borges, que define tan bien las emociones que otorgan los autores esenciales, dice que el descubrimiento de Dostoyevski es como el descubrimiento del amor o como el descubrimiento del mar. Yo, con ese ruso extremo y desgarrado, descubrí mi ser de escritor.

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Mi vida no tardó mucho en dar un cambio radical. Fue como si esa secreta convicción, adquirida al lado de un libro, me diera alas en los pies y claridad en la imaginación. Empezaba a salir de la crisálida y Dostoyevski, de quien leí casi todo lo suyo en ese tiempo, fue de una ayuda inmensa. Me fortalecí tanto que me reconcilié con los libros y, por supuesto con mi madre y sus temores. Temores todos conducentes, por supuesto, a que yo perdiera la fe. Luego me fui de la casa y de Medellín. Y después me fui de Colombia, persiguiendo siempre las voces no del todo congruentes de la literatura y la música.
Con el tiempo, he concluido, los fantasmas de la lectura terminan por difuminarse. Las fantasías se tornan cada vez más escasas. Y la rebeldía es una actitud que parece estar condenada a la privacidad de los soliloquios escritos. Pero los libros siguen siendo la compañía más fiel y eficaz. Educan en la resistencia. Ayudan a que la ignorancia se mitigue. Nos protegen de la simpleza y la bobería. En el vital sentido que diariamente les doy, en creer que ellos son absolutamente necesarios, sigo a Voltaire y no a Rousseau para quien un paisaje bucólico concentra mayores verdades que las consideraciones impresas. En el fondo, como Montaigne, creo también que los libros aportan a nuestra soledad extraviada solo una ociosa y honesta delectación.
En esa actividad, en la que las piernas descansan y la energía que se consume acaso sea menor a la gastada por un atleta o un obrero, me sumerjo una vez más. Olvidándome del tiempo y de su imparable transcurrir. Separándome de mi propia muerte al saber que disecciono con obsesión la que se apretuja en las páginas que leo. Comprendiendo, con Mallarmé, que la finalidad del universo apunta a la creación de un libro supremo. Y que en esa elongación creativa están condensados las tabletas de arcilla babilónicas, los papiros y los pergaminos de Egipto y de Grecia, los códices romanos, los manuscritos que copiaron incansablemente los pacientes monjes medievales, los libros que empezaron a proliferar con el invento de Gutenberg y las páginas electrónicas de los textos de hoy. Y ese libro puede ser aquel que Dante cree ver en el Paraíso y donde Dios está concentrado, o el infinito y repetido libro que puebla el espantoso universo de Borges. Pero, igualmente, es el primero que un niño termina de leer en un rincón de su casa.
Soy ese hombre sentado que lee. Imagen epilogal de un largo proceso en el que la historia de la lectura se compendia. Con sus incendios y devastaciones, con sus prohibiciones y represiones, con sus bibliotecas nacidas del pillaje y esfumadas en similares circunstancias. Sé que detrás de esa figura apacible, sentada en un sillón con cierta languidez burguesa, que pasa las páginas de un libro, está aquel instante a partir del cual Agustín se dio cuenta de que era prodigioso leer en silencio. Y está aquel visir que viajaba siempre por el desierto con más de cuatrocientos camellos cargados con sus libros queridos. Y están las ordenanzas que por fin dieron la posibilidad para que los pobres y las mujeres de una nación, pudieran desentrañar el mensaje de las letras. Soy ese hombre que sigue inclinándose sobre las páginas, feliz y melancólico al saber que atendí la voz de los libros y no los desdeñé con altivez. Apoyándome de un lado en Aristóteles y de otro en Emerson para afirmar una vez más que la lectura es la actividad de mi soledad y de mi silencio. Y que me vuelvo, inevitablemente, multitudinario desde ella.